Capítulo 25

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La Ciudad Vertical permanecía absolutamente ajena a todo tipo de cambios meteorológicos; bien nevase, lloviese, hiciese un fuerte viento o un calor insoportable, las conductos de ventilación aseguraban una temperatura estable, y la nieve, la lluvia o el granizo, eran recogidos por las aletas de contención para su posterior reutilización. El viento era incapaz de atravesar la maraña de gigantescas construcciones, pasarelas y pasillos. Solo en los niveles más altos se sentía la brisa fresca de invierno.

Aun así, la tormenta se había dejado ver en los suburbios abandonados de la Ciudad. En aquel lugar tenebroso la ruina dominaba el paisaje, y la luz provenía de diversas fuentes, no solo de las farolas térmicas y del sol cenital. Los edificios, antiguos en su mayoría, se desmoronaban a temprana altura, siendo uno de los escalones más bajos de la urbe. Desde las aceras grises llenas de desperdicios, entre las nubes oscuras, se podía distinguir la imperiosa silueta de la Ciudad Vertical.

La periferia, muchos kilómetros más allá del conglomerado ocupado por los ciudadanos puros, apenas era vigilada por los agentes de Seguridad y Mantenimiento; tan solo de vez en cuando se dejaban caer por aquellas zonas, principalmente cuando sabían de algún grupo de mestizos que anduviera por allí.

Esta situación había sido aprovechada por los religiosos.

Los religiosos eran descendientes de ciudadanos puros que, siglos atrás, no habían abandonado su creencia en deidades no humanas. Fundaron iglesias clandestinas en los niveles más bajos de la Ciudad en las que llevaban a cabo oraciones y, según contaban algunas leyendas, también conjuros y hechizos mágicos. Si bien para los ciudadanos los religiosos no eran más que una vieja historia tan real como las ciudades mestizas, las inundaciones o los escindidos. Pero la única verdad era que existían.

Ricardo Campo era el sacerdote mayor de una pequeña iglesia de la afueras de la Ciudad Vertical. Tenía a su cargo más de cincuenta feligreses que no respondían a ningún perfil ni estrato social. Los religiosos lo eran siempre, y su cuestionable forma de vivir provocaba que no tuviesen ningún contacto con los puros ni con los mestizos, aun cuando estos a veces visitaban sus iglesias con aviesas intenciones.

Aquel día de tormenta los lejanos truenos y la fuerte lluvia empujaron a Ricardo Campo a gritar un poco más fuerte de lo habitual en su sermón diario. La iglesia era una construcción de más de quinientos años de antigüedad, edificada en una de las plazas cuadradas de la periferia en un nivel intermedio para la Ciudad Vertical, pero de los más altos para esta zona. La iglesia carecía de electricidad y las antiguas vidrieras de colores habían desaparecido casi por completo. El viento azotaba los tapices que colgaban tapando las ventanas, agitando las sombras que provocaban las temblorosas velas.

—¡Se acerca el final! —comenzó su sermón de forma grandilocuente—. Sí, cada vez puedo sentirlo más cerca, Dios nos envía la salvación en forma de destrucción. —Todos los feligreses seguían el discurso de pie, en silencio y sosteniendo una vela—. Nosotros, solo nosotros, podremos acompañar al Señor en su viaje, porque solo nosotros hemos confiado en su Palabra.

—Palabra de Dios... —murmuraron todos los feligreses en respuesta.

—Solo queda una semana... dentro de siete días, más de los que necesitó nuestro Señor para la Creación, esta civilización conocerá la destrucción. Después, no quedará nada para ellos, infieles. Pero la Palabra del Señor...

—Palabra de Dios.

—¡Sí! La Palabra de Dios —gritó aún más fuer-te como si estuviera poseído— nos salvará y nos guiará. Ahora, recemos.

Todos se arrodillaron frente a una vieja escultura de madera que representaba a un hombre de mediana edad, con el pelo rubio y corto y ojos negros. Una perilla pelirroja, un poco descarnada, le adornaba el rostro, y una túnica blanca le caía hasta los tobillos. Bajo los pies desnudos, una serie de figuras geométricas representaban una ciudad con inmensos edificios: una mano indicaba hacia abajo, hacia la ciudad, y la otra hacia el cielo con el dedo índice mientras agarraba un libro en cuya tapa se podía leer: «Ego sum lux mundi».

La ciudad verticalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora