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Ekaterina

La piel se me congelaba con el frío de la noche gélida de Rusia. Estos últimos meses en Brasil me quitaron la costumbre de las heladas.

Y más, si contábamos el ambiente húmedo y la ropa mojada que tenía. Calculaba que habían pasado al menos quince días desde que me sacaron a la fuerza de Masium, un hecho que podía contar gracias al pequeño ventiluz en la superficie que casi rozaba el techo. Era una especie de galpón, algo parecido a un almacén abandonado.

Desde que me secuestraron no había hecho nada más que contar cuánto tiempo había pasado. Lloré todo lo que me dieron los lagrimales y en un punto parecía haberme quedado seca.

Mi única esperanza para que supieran dónde estaba o qué había pasado conmigo, era Jasper, pero los matones que me habían traído a Rusia alardeaban el hecho de haberlo matado a golpes.

No solo había llorado la muerte de mi amigo, qué hizo todo lo posible para mantenerme a salvo, también lloraba la muerte de mi esperanza.

A menudo pensaba si los hermanos Sax me estaban buscando. Si tan solo me hubiese quedado en el bar para hablar, pero nada de eso sucedió.

Al final de cuentas entendí, todo había sido una trampa.

Aparentemente en algún punto de la vida Samanta se había conectado con Alec, qué a su vez este, preso de un ataque de celos, conecto a los mafiosos de los que escapaba.

En las largas horas de viaje de un avión privado que me trajo amordazada y en condiciones deplorables, uno de los matones se había encargado de contarme como si fuese una película de comedia, como todos los puntos se habían puesto en mi contra mientras yo jugaba a tener un final de cuento.

Ellos nunca me engañaron. Mis novios en ningún momento tuvieron una aventura con esa mujer, y ahora estaba pagando el precio del destino y no haber confiado totalmente en ellos.

Escuché como la puerta pesada de latón chirriaba al abrirse. Estaba iniciando el día 16 de cautiverio, podría contarlo porque hacía marcas y la luz del sol me indicaba un nuevo comienzo.

Uno de los tipos que me había sacado de la casa en Brasil, entraba con una bandeja de comida, qué contenía la misma basura que me venían trayendo cada día.

Aunque para ser que me proveían de alimentos una sola vez al día, solo podía comer y callar.

— Buenos días princesa fugitiva. — Canturreo con gracia fingida — Aquí le traigo el banquete.

Arrojó la bandeja al centro de la habitación, volcando más de la mitad del contenido pegajoso que me servían todos los días. Visualmente parecía moco, y el sabor era de auténtica basura.

Observe al hijo de puta qué se deleitaba humillándome. En estos días me di cuenta que al margen de trabajar para alguien más que me quería ver arruinada, también tenía un gustito especial por rebajarme como persona.

— Come, puta. — El tipo enorme se cruzó de brazos y apoyó contra una pared para observarme a recoger eso que llamaba alimento, sonriendo maliciosamente — Estás quedando demasiado flaca, aunque honestamente de todas maneras te cogería. Aún no entiendo porque el jefe no nos deja divertirnos a todos contigo.

Hice una mueca sin despegar los ojos de mis manos sucias al intentar levantar la comida al suelo. El matón sonaba realmente decepcionado de que su jefe no lo hubiese dejado tocarme.

No me iba a hacer sentir mejor eso, seguía estando cautiva.

Tomé la pequeña cuchara de madera y me lleve a la boca el primer bocado. Sentí un escalofrío recorrer mi ante el sabor inmundo, no quería ni siquiera imaginar de qué estaba hecho esta porquería, pero lo que menos necesitaba en este momento era morirme de hambre.

La Reina de los SaxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora