59) Cuervos

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Emilia veía por la ventana el atardecer en el centro de la ciudad

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Emilia veía por la ventana el atardecer en el centro de la ciudad. Los nervios la tenían inquieta, pero a su lado, la cabeza de Cayetano recargada en su hombro le apaciguaba los malos recuerdos. Ambos juntos en el camión, sin hablar, sin necesitar nada más.

—Ya nos vamos a bajar —avisó Tano, pero sin despegarse de ella. Lozada tomó sus cosas y se dejó guiar por el pasillo hasta que él le ofreció la mano para que pudiera bajar el último escalón.

Y así con las manos entrelazadas y un par de miradas cómplices, caminaron juntos por las viejas calles del centro, que aunque remodeladas, seguían conservando la arquitectura anticuada. Emili se entretenía echando el ojo a los escaparates de las tiendas que nunca había visto y Cayetano estaba más concentrado en el camino, pero de vez en vez sonreía disimulado por las emociones que lo gobernaban.

—Ya estamos cerca, ¿ves el local rojito, ese de allá? Pues ahí es. Será rápido, mostraré la nota, firmaré el recibido, me dan la mercancía, checo y nos vamos. Ve pensando que quieres hacer después, digo si quieres aún quieres pasar tiempo conmigo, tal vez quieras ir a casa.

—Vamos a comer helado. No sé donde venden, así que vamos a buscar un lugar, pediremos, nos sentaremos juntos a comer y luego vamos a tocarnos en algún estacionamiento medio vacío.

—Soy un buen chico, no hago esas cosas. Además, ¿por qué un estacionamiento? Es muy específico e iluminado. ¿No sería mejor el cine o una escuela vacía? —debatió Gracia, con tanta seriedad que su compañera rompió el ambiente con una de sus carcajadas.

—Mira que hasta pensado lo tienes. Tan bueno chico no eres, eh.

—Soy buen chico, pero no soy asexual o algo así... también tengo ese tipo de pensamientos de vez en cuando. Ya cállate, ya llegamos, no hables de eso, no le digas a nadie —farfulló intentando esconder su vergüenza.

Emili entró a la tienda saludando con su peculiar risa estridente, volviendo peor la pena de su acompañante que seguía sosteniéndole la mano.

—Hola, ya llegué por el pedido.

—Ah, qué bien. ¿Y Beba? ¿Trabajando? —inquirió la dependienta, girando en dirección a la bodega haciendo volar su trenza oscura.

—Sí, me tocó venir a mí.

El local por dentro era pequeño, no había mucho que ver salvo un mostrador antiguo y tras de sí la puerta que llevaba a donde guardaban las cosas. Mientras Tano se enfrascaba en una charla casual, Emilia observaba los cuadros en la pared con imágenes de la tienda a través de los años.

Tal como le habían dicho, todo fue rápido, revisaron, pagaron, firmaron y salieron con la vista de la dependienta clavada en sus manos entrelazadas. Lozada no pudo evitar reírse imaginando que a Cayetano lo interrogarían la próxima vez.

—¿Ahora a dónde? ¿De qué te ríes tú, loca?

—De nada. Vamos por helado.

 Vamos por helado

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No te pago para que me insultesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora