Dune (37)

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Duncan Swift lloraba por dentro, pero no quería morir. 

En él, se batía una tormenta como en la mitad de un profundo y oscuro océano, en cuyas ondas su cuerpo se balanceaba, lentamente, tanto que le recordó a los brazos de su madre, calentitos y suaves. Y también se parecía a la cintura de Poppy. 

Cruzaban tantas cosas por su cabeza. 

Tantas. 

Pero la más importante retumbaba como las batacas de un tambor tribal, en su cráneo, con voz propia. Adormecido por el sonido implacable, cerró los ojos, empuñando la daga y colocándola a la altura de las costillas de su prima, a quien dentro de poco tendría que sobajar. Una vez más, una vez como había visto a su padre hacer tantas veces. 

El último ruego salió de entre sus labios como una tortura, cortando a su paso la tráquea, la faringe, todo su aparato fonador. Era como si la voz saliente no le perteneciera, como si estuviera en otra parte y su cuerpo se hubiese tornado un aspecto intangible de su existencia. 

De la nada, se vio a sí mismo exigiéndole a Poppy que se recostara en la cama. 

—La sangre virginal de una bruja te devolverá la vida —había dicho su padre antes de que llegasen todos. 

Al principio, Duncan no se lo hubiera creído, pero vio a Poppy masacrar a todos esos sujetos, a gente que nunca había visto pero que recordaba vagamente de alguna reunión diplomática. Eran personas que se escurrían entre sus memorias como el aspecto más doloroso de un rcuerdo. Igual que la muerte de su madre, igual que la muerte de...

Por favor... Quiso suplicar. 

En cambio, hundió apenas el filo de la daga. 

Apenas y tenía fuerzas. Y al final de ese resquicio de convicción, cuando sintió el pequeño impulso de echarse a llorar por todos esos amores infructuosos que había tenido, por esas mujeres que, presas de la maldición del amor, habían caído en la telaraña de su familia; fue como añorar un paraíso y a la vez conocer que, su destino, era el infierno. 

No quería morir. 

Poppy se resitió y se dio la vuelta, nada amendrentada con el conocimiento de que Dune había elegido vivir y para eso tendría que quitarle algo sagrado. Su cuerpo podría, literalmente, significarlo todo para ella. La virginidad era el símbolo que, a través de los años, las brujas cuidaban hasta que se sabían en la capacidad de procrear, hasta conocer que era momento de continuar su linaje. A decir verdad, no eran muy diferentes. 

Forcejearon. Dune apenas sentía los movimientos, entumecido por el cáncer y la culpa. 

Algo se rompió afuera y dentro de él, como los huesos, y el sonido del viento pitó en sus oídos. Se le clavaron vidrios en los brazos y el golpe de una madera fue todo lo que alcanzó a distinguir. Abrió la palma para sujetarse del alféizar, sin éxito y la última imagen de Poppy Adie se quedó grabada con fuego en su mente. 

Dune escuchó el estruendo de sus huesos rompiéndose en el interior. Algo duro amortiguó sus movimientos y, de la nada, ya no escuchaba el siseo de su flujo sanguíneo. Estaba sordo, mirando el cielo encampotado, la niebla descender, el infierno rodeándolo. 

Un hombre se acuclilló a su lado. No se podía mover. Ni siquiera sentía nada. 

Intentó suspirar. Pero no hubo más aire en sus pulmones. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora