Poppy (22)

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Una oscuridad nauseabunda lo gobernaba todo. Cuando Poppy abrió los ojos lo hizo para encontrarse todavía en el interior de un coche, cuyo movimiento siseaba a su alrededor. Escudriñó el interior de un lado a otro, preguntándose qué camino habrían tomado para ir a las tierras bajas desde Aberdeen. Las ventanillas eran negras en el interior, de manera que no logró ver hacia afuera para intentar localizarse.

Habían transcurrido por lo menos unas dos horas después de que los mercenarios de Occultus arribaran a Dunross, todos disfrazados con esa armadura que creían su más fiel protección. Confiada y con ánimos de sonreír, cruzó una pierna encima de la otra, haciendo que la larga falda de creen se le deslizara y dejara parte de la piel de sus rodillas y pierna expuestas.

Dado que el trajín del auto era suave y acompasado, supuso que aún no entraban en la terracería que daba inicio al camino final de la propiedad de los Swift. Por un momento, la recorrió un aire de verdadero terror al imaginarse que no la llevarían directamente al castillo, de donde pensaba extraer toda la energía oscura que necesitaba para arrancar de Dune el cáncer.

Lo acababa de decir al llegar a Escocia, nada más entender del todo su historia de cuna, el asesinato de sus padres y el motivo cruel por el que su abuela la había mantenido lejos de la herencia de sangre que le correspondía. Aunque intentara apartar esos pensamientos de su cabeza, saber que Alistair Swift, V Duque de las Tierras Bajas en Argyle, Escocia, era su padre, la convertía en un ser único; al menos en su fuero interno, había dejado, de golpe, de vagar por los bastos caminos de la incertidumbre.

—Tu padre las dejó porque no pudo tolerar nuestra naturaleza —le contó su abuela la única vez tortuosa en la que Poppy, con quince años, se atrevió a preguntar su nombre—. No merece que gastes saliva invocándolo.

Y desde entonces eso se decía: no importaba su padre, pero le dolía el destino fatídico de una mujer que lo había amado y, por consiguiente, la había amado menos a ella. Sin embargo, ahora, se había transformado en la hija de un matrimonio que se amó, que duró lo que dura la eternidad en ese sentido, y que dejó un fruto fuerte en esa tierra.

Ella.

Era la hija de Alistair y Freya.

Brutalmente asesinados.

Traicionados.

—Incluso las brujas tenemos necesidades —espetó en un tono lo suficientemente alto, al mismo tiempo que apretaba los puños y se clavaba las uñas en los dorsos de la mano. Estaba furiosa—. Por favor, deténgase para que pueda orinar.

Los ojos del conductor, que llevaba una capucha puesta, la miraron con torpeza y pocos ánimos de detenerse; leyó la curiosidad en sus retinas. Desde la muerte de Jane, nada la había asustado tanto como ver a las almas deambular de golpe en un campo terrenal. La niña demonio que acompañaba a Eco decía que Winndoost estaba totalmente sofocada por la maldición generacional que su propia madre había vertido encima de ella. Haría falta que el Arcángel Miguel bajara en persona a librar la propiedad de las almas en pena, allí encerradas gracias a los múltiples hechizos realizados por... su tío.

Al detenerse, el coche emitió un sonido sordo que por algunos minutos volvió el ambiente una serie de cortina estática; se le habían erizado los vellos y el poder que fluía de ella, el que siempre estaba conteniendo, resonaba como una caja de música en el interior de su cuerpo; la sangre por sus venas llevaba señales ocultas, jeroglíficos encriptados, que rezaban «justicia».

Aún en su estado nostálgico, Poppy se bajó del auto para enfocar la vista y darse cuenta de que, desde ese sitio elevado, se alcanzaba a distinguir el bosque de maple que circundaba una parte de Winndoost.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora