Dune (16)

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Una decena de personas rodeaban a su padre cuando Dune, agradecido porque ninguna fuera de su familia, entró en la amplia habitación que el duque dedicaba a sus estudios de medicina alternativa, a los que se había dedicado los últimos años. Con un pesar indescriptible, avanzó, regio, en dirección de la mujer más alta, que le daba la espalda y se encontraba en una posición elegante, con una copa bien sostenida en la mano y la otra grácilmente posada en el diafragma.

Friedrich levantó los ojos hacia él. El ceño se le arrugó al mirarlo, a lo mejor comprendiendo que el semblante que tenía consigo aquella tarde se debía nada más y nada menos a que había cumplido su amenaza de comunicarse con el antiguo inspector que llevó el caso de su tío. Un hombre retirado al que Serena había contactado y al que, por casualidad, Dune conoció de vista en uno de los tantos eventos anuales de beneficencia que corrían a cargo de su familia.

Eran tantos.

Y le pesaba demasiado reconocerlo, pero una de las causas, años antes, había llevado el nombre de la chica a la que encontró desangrada en el más profundo de los pasadizos del laberinto que estaba ubicado en el terraplén del castillo.

La noche anterior, Dune, impelido por el insomnio y la catarsis de los químicos de su terapia infructuosa, dio un paseo por los jardines y fue a sentarse en uno de los bancos de concreto, desde el cual se veía perfectamente la sombra alargada de Winndoost; un monstruo serpenteante a la luz de la luna, con los últimos respiros del invierno y bajo una estela oscurísima, como si sus mismas torres, tres en total, no pudieran contener la carga espiritual por los asesinatos que, contaban las historias, se habían llevado a cabo allí. Luego buscó en las inmediaciones y descubrió que la imagen que le ofrecía la entrada del laberinto era todavía más oscura y más lúgubre, como la boca de una bestia infernal que abre sus fauces, lista para tragarte.

Jamás, desde que tuvo que cargarse con la culpa por la muerte de la chica, había sentido que el recuerdo se entibiara o perdiera el peso que seguía teniendo. Ocultar la índole de su muerte fue una cosa, pensó, pero soportar que mi padre no sienta remordimiento es mi peor castigo: me hice su cómplice al mentir por él.

Cuando se percató de que estaba hundido en sus obnubilaciones, el duque ya se encontraba a su lado, con su bastón, su pelo entrecano, y vestido como un verdadero noble gaélico. Ahora que conocía los alcances de ese disfraz, constituyó un esfuerzo mucho mayor tomar la decisión necesaria para alcanzar, en menor grado, la paz. Ya que no estaba dispuesto a cometer parricidio, tendría que legarle todo lo suyo a Poppy, o hacer público el asesinato. Su padre era viejo y no aguantaría mucho en prisión, además de que, probablemente, le revocarían el título tras el escándalo, ya que la opinión pública de esos tiempos, desde la muerte de Diana, era bastante rígida. La reina no mostraría indulgencia alguna y haría que se olvidasen pronto de los Swift.

Poppy no obtendría nada, aunque quizás para ella lo significara todo.

—Te pedí que no continuaras con tus planes —dijo a la defensiva.

No se sentía bien después del tratamiento, y había vomitado tanto aquellos días fríos, que estaba convencido de haber perdido toda la masa muscular que le era necesaria para tener un aspecto saludable.

La prueba era que las mujeres allí lo miraban con lástima, desapego e indiferencia.

—Es una tradición familiar que tu madre comenzó —aseguró el duque—. A Occultus —susurraba— no puedo cancelarle.

Los ojos de Dune, temblorosos y ardientes, se posaron en el viejo que se había llevado un puro a los labios.

Aún no podía entender cómo funcionaban los castigos divinos. Él iba a cumplir sus setenta años, era rico, famoso, respetado y un médico reconocido en el medio científico. Todos cuantos escuchaban su nombre preferían oír con atención si la platicaba iba sobre sus asuntos. Y no se imaginaban con base en qué estaba formado aquel éxito.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora