Dune (9)

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Era curioso que, en todas las misas que se celebraban en la capilla de Winndoost, siempre faltaba alguna de sus hermanas. Ya fuera por enfermedad u ocio, nunca complacían a su padre; durante esos días, Dune había intentado ser el hijo modelo, en su pésima y ensayada actuación de feligrés creyente. Por supuesto, creía en algo, pero el ente no le había sido esclarecido aún pese a las múltiples explicaciones de Poppy Adie.

Poppy, a quien extrañaba como si la vida le fuera en ello.

Tras suspirar, volvió la vista al viejo duque de Argyle quien, con su bastón y enérgico rictus de noble, había cerrado los ojos para perderse en las oraciones; desde su sitio en el asiento, alcanzaba a entender más o menos las palabras que surgían por su boca. Ya hacía algunos días que tenía la necesidad de preguntarle qué le pasaba por la cabeza.

Quizás, pensó una noche, teme a que nuestra familia caiga en la ignominia y el escarnio públicos. Pero siempre que Dune recordaba que Poppy era su prima, aquel pensamiento de lástima y compasión terminaba significando absolutamente nada. Y menos cuando sus sentimientos se estuvieran fortaleciendo tanto...

Ahora lo controlaban todo dentro de sí.

Por las noches despertaba a tomarse el medicamento, y sentía que tenía la mente dividida en trozos; muy en el fondo sabía que, si aquella información se daba a conocer, Poppy no lo perdonaría nunca y, además, los Swift terminarán hechos polvo. Entonces, del legado de Alistair Swift, no quedarían ni las cenizas y la carrera de Poppy, su prima su prima su prima, se caería en picado hasta el averno.

El silencio no era tampoco lo que quería.

Y por eso estaba en esa iglesia, escuchando un sermón aburrido sobre la virtud de la paciencia. Como Dune tenía contados los días, aquella aseveración se le antojaba un insulto.

—Al menos persígnate —dijo su padre cuando el señor cura se hubo marchado.

Hasta ese momento, Dune había perdido la noción del tiempo, cavilando en la manera correcta de hacer un reclamo como aquel. Intentaría, por su parte, convencer a su padre de que le diera secretamente a Poppy lo que le pertenecía.

Y tenía intenciones de ver el resultado antes de morirse...

—Sabes que no estoy aquí para purgar mis pecados —respondió con voz átona.

Últimamente así se sentía; tan perdido y equivocado en el mundo, que la simple idea de tener que llevar una empresa de justicia a cabo, lo fatigaba. No pretendía ser egoísta con Poppy ni enfrentarse a su padre, pero tampoco podía morir sin hacerle saber al viejo que sabía el crimen cometido en contra de Alistair.

No estaba seguro de ello pero creía, fervientemente, que el duque bien había podido pagar a alguien para que lo matase, a su propio hermano, y entonces quedarse con el ducado, fingiendo que Poppy no había nacido. En su lugar, debió de haber destruido los vestigios de su existencia en el castillo madre de los Swift, porque era hora que no encontraba nada y siempre que preguntaba a los del servicio si recordaban a su tío, decían que no tenían más que algunos años dentro.

Ya si fuera verdad o no, no le gustaba pensarlo.

Su última esperanza era que su padre tomara conciencia propia...

Que se arrepintiera.

Dune se guardó las manos en los bolsillos del pantalón. Sentía que la carne estaba pegada a sus huesos, así que los pantalones ya le venían un par de tallas grandes. Las mangas de la camisa y el abrigo lo envolvían a la perfección, después de haberle sentado tan bien en otro tiempo, y en esos parecía un arbolito envuelto en cobijas.

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