Poppy (15)

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En el piso marmoleo, el taconeo de Poppy construyó una especie de eco que la hizo estremecer. La empleada le pidió su abrigo y, temerosa, se quitó las pesadas telas que la habían recubierto desde el cementerio ancestral, que, para curiosidad suya, estaba particularmente silencioso. Sin mirar a la muchacha del servicio, paseó los ojos por el techo alto del castillo, un lugar oscurecido pese a que era pleno día y no había atisbo de nubes en el cielo.

Consciente de que tenía un mal presentimiento, escuchó, seria, los pasos que descendían de la escalera. Alguien se adentró en el recibidor con un sonido desconocido, un ruido insonoro de una persona que sabía dónde estaba pisando, como si el suelo fuera santo y Dios fuera a llamarlos en cualquier momento.

Quien apareció, no obstante, fue una joven a la que reconoció como la asistente de Charlie en Londres. Poppy no se confiaba por aquellos días de los desconocidos, así que le alivió ver el semblante inexpresivo de la muchacha, pasante de historia universal, una mujer agraciada de facciones lindas sin llegar a ser bonitas. Era mucho más baja y también escuálida, aunque vestía a la altura de las estatuas acomodadas a lo largo y lo ancho de aquel corredor siniestro.

Se descubrió más nerviosa de lo habitual, de modo que se acarició los brazos con las manos, cruzándolos sobre el pecho, y fingió que buscaba algo en derredor.

—Le avisé al conde de su llegada —se explicó la asistente, señalándole otro pasillo.

—Acaba de llegar y ya se está ocupando de trabajo —dijo con desdén, abriéndose paso hasta el salón del té—. ¿Y la señorita Kramer?

Hubo un silencio curioso, algo que Poppy interpretó como recelo, una negación a entablar conversación respecto a Nazareth. No tenía intenciones de mostrarse huraña o pretenciosa, pero fue algo involuntario de su cuerpo, un acto reflejo que la obligó a sentarse con brusquedad, entornar los ojos y mirar a la chica al frente.

Envarada a unos cuantos metros, la observó con una sonrisa petulante.

—Salió a dar un paseo. Estaba en el solar.

—Debe de estar furiosa.

—El conde tenía asuntos importantes que atender. Su agenda es apretada.

—Nazareth es su novia —atajó Poppy, y repasó a la muchacha de nuevo—. Estoy casi segura de que lo sabe.

—Sí, lo sé —respondió en el acto, con un leve tinte rojo en las mejillas—. Pediré que le traigan té.

—No, gracias. Esperaré a que Charlie me atienda. De hecho, no estaremos mucho aquí, tenemos que irnos.

Revisó la hora en su reloj.

Habían quedado que tomarían un poco de ropa, unos cuantos cambios, y los libros ocultistas que fueran necesario para librar Winndoost de la maldición generacional que su madre había arrojado sobre los Swift. Poppy no entendía mucho de los papeles que Eco les había entregado, pero era verdad que sabía lo suficiente de injusticias para reconocer, fortuitamente, que el duque había matado a Alistair, a su madre, y mentido en los informes oficiales de los decesos.

Cuando se marchó la asistente y se vio sola en la amplia habitación, analizó a detalle la enorme pintura de la antigua condesa: Carice la observaba desde su sitio elevado, revestida de joyas que estaban guardadas, era seguro, en los pisos subterráneos del castillo. Tenía una mirada parsimoniosa, segura, y afable sobre todo.

—Ojalá pudiera verte ahora —suspiró Poppy—. Nos hace falta alguien que ponga las cartas en la mesa. —Sonrió, como si realmente pudiera oírla—. Y tendrías que darle un jalón de orejas a tu nieto.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora