Un niño de hielo (20)

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Mucho antes de que se le entumecieran los dedos, Sylas Rock había intentado, con las minúsculas fuerzas de su delgaducho cuerpo, romper el casquete de hielo que estaba encima de su cabeza; una corriente, sin embargo, lo arrastró dos metros lejos del orificio por el que se había caído; el agua se sentía en la piel, a través de la ropa, como cuchillas que le penetraban hasta los huesos, calados para entonces. 

No le quedaba mucho tiempo. 

Usó parte de su respiración exigua para gritar, así que, algunos segundos más tarde, los pulmones se le contrajeron, presurisados ante la falta de oxígeno; un calor inhumano lo bañó en el instante en el que su mente disolvió todos los pensamientos; específicamente, procesó las razones por las que había tomado la decisión de arrojarse en aquel lago, el precioso lago del cual gozaba la vista en la casa de sus padres, en la orilla opuesta. 

Un sonido gutural prorrumpió entre las ondas, ya tibias, del agua que volvió a tirar de él, esta vez al fondo; pero, curiosamente, no lo recibió el espesor de la muerte inminente que tanto había añorado mientras escuchaba las poco cuidadosas sentencias de su madre; habían sido aseveraciones desventuradas, comentarios de una mujer culta, sí, pero más religiosa de lo que podría ser una persona inteligente. Se asustaba cuando lo veía, se asustaba cuando hablaba de las cosas que leía, se asustaba todo el tiempo. 

La última bofetada lo llevó a vociferar una serie de recriminaciones en contra de ella, y también de su padre, al que le gritó que nunca debería de haber depositado su semen en el interior de la arpía que a menudo lo exhibía frente a sus amigas como un bicho raro; pregúntale lo que quieras, decía, lee tanto que solo habla cuando le preguntas algo que considera importante. Pasaba a chasquear la lengua contra los dientes, de forma desdeñosa. Sylas la miraba como mira un ser extraño a algo todavía más extraño: las creencias. Porque su madre adoptiva, como se encargó ella de que supiera más adelante, creía que era el diablo encarnado y que cuando se lo encontraba deambulado por los pasillos no era porque quisiera otro libro de la biblioteca o porque fuese a buscar un bocadillo a la alacena. No. Ella lo atribuía todo a la posesión demoníaca. 

De modo que se tiró al lago congelado, seguro de que los estudios del doctor Kramer tenían mucha razón; los verdaderos demonios nunca pasan de largo ante la carne fresca; se vanaglorian de encontrar criaturas como él, solitarias, que ofrecen sus almas a un ente del que solo han escuchado hablar a través de letanías. 

Era como haberle ofrecido el alma a Dios. 

Solo que, antes de saltar, antes de que las cuchillas del frío se enterraran en su carne, lanzó una frase al aire que probaría una cosa eterna; que los demonios de alta jerarquía, como explicaba Elmar en uno de sus tantos artículos prohibidos, y que él había logrado adquirir gracias a su padre, habitaban únicamente en cuerpos de una gama especial. Y él sabía que era especial de formas ininteligibles. 

—Cuando mueras, vivirás. 

Fue la última frase que escuchó antes de rendirse ante el acompasado y sinuoso ritmo de sus latidos, que acabaron deteniéndose. El Sylas Rock que despertó, lo hizo a través del bosque, no de manera simultánea; el acto se convirtió en una tarea dificultosa que, a medida que lo hacía gastar más energía, también le daba más tranquilidad. De modo que, en la entrada de la casa veraniega, alzó la vista al cielo, consciente de todo lo que lo rodeaba, consciente de que nunca había sido dueño de ese cuerpo y que, incluso Dios, tenía esos accesos de indulgencia, siempre para conservar el equilibrio; no mucho tiempo después el doctor Elmar Kramer, impelido por su horroroso padre, había empezado a entrevistarlo. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora