Prefacio

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Duncan estaba enfermo de cáncer y tenía los días contados.

Un mes atrás, cuando la adorable y esbelta Carice le dio aquel beso, hubiera podido jurar que haría muchísimas cosas con el conocimiento que había obtenido. Pero en cambio, empezó a tener fatiga, mareos, dolor estomacal y una presión muy fuerte en la cabeza. Una de esas resonancias, que acababa de hacerse en Suiza, arrojó los resultados que su médico especialista ya se había temido.

Pero seguía sin poder creerlo.

Poppy admiraba la enorme pintura de su tío Alistair, del que había heredado el color de los ojos y el tono negro del pelo, aunque su padre decía que esos particulares rasgos eran de la familia. Cruzado de piernas, admiró la cintura de la mujer pelirroja. Intentó calcular de cuántos centímetros era. El pelo le caía largo hasta la pretina de la falda que llevaba puesta. Y un asomo de sus tobillos se habían convertido en la extensión de piel más erótica que hubiera visto en su vida.

Además, era muy interesante escucharla hablar de ocultismo.

Un mes antes, en el funeral de George Mornay, había decidido que le pediría un favor espiritual; no hubiera creído del todo en el mundo después de la muerte, y aún tras haberse enfrentado al campo santo abundado por entes fantasmales, seguía arrastrando la negación con los talones allá por donde caminara.

En ese momento Poppy Adie se dio la vuelta. Los holanes de su falda se bambolearon y uno de los mechones más largos de su cabello se deslizó por su pecho.

—Pareces asustada —dijo él; le dio un trago al vaso de vidrio que tenía entre las manos.

—Esta habitación... —comentó con la voz tersa.

Dune estudió la superficie en la que se encontraban. Era un área prohibida para muchos, y el sitio en el que más moribundo se sentía. Solo el ama de llaves y el mayordomo tenían permitida la entrada. Lo que quería decir que Poppy estaba allí de in fraganti, y que él tendría que pelear con su padre cuando se enterara de que la había dejado pasar a su casa como una invitada y no como miembro de Occultus.

Cansino, se volvió a ella e hizo un esfuerzo para no realizar una mueca de dolor.

—Solía ser un despacho hace mucho —murmuró por fin y fue a presionar la tecla de un viejo pianoforte—. Mi tío era talentoso.

—¿Qué hay detrás de esa puerta? —preguntó ella, inocentemente.

Una de las cosas que caracterizaban Winndoost eran las galerías ocultas. La puerta era de roble y tenía relieves únicos; una representación del cielo y el infierno. Los Swift seguían siendo católicos, de modo que las inscripciones mencionaban el purgatorio y a los santos purgantes.

Con sinuosidad, Dune presionó una roca en el marco, y escuchó el mecanismo de la puerta secreta que se abría a un lado. Giró para mirar a Poppy.

—Es falsa —dijo y señaló la abertura a un lado del librero y del piano—. Vamos.

Cuando puso atención, lo recorrió un fuerte escalofrío. Poppy tenía la piel rosada y las pecas se le remarcaban en las mejillas. Sus orejas, pequeñas y delicadas, tenían un color tan rojo que le dio la impresión de que se le había acumulado toda la sangre del cuerpo. Además, miraba con cierto recelo hacia el interior de la habitación oculta.

—Aquí hay... huelo... —sonaba aterrada.

—Poppy —Dune volvió sobre sus pasos, dejó el vaso encima de la mesa y buscó a tientas la mano de ella, que había empuñado—. Era la habitación de mi tío. Solo que ahora es una galería privada y secreta. Allí están todas sus pertenencias. A mi padre le duele mucho verlo, por eso mandó encerrar todo lo que tenga que ver con él.

Ya fuera por su naturaleza o por real curiosidad, ella le dirigió una mirada.

—Suena a que lo quería mucho —dijo.

A él no le pareció que estuviera siendo sincera, pero ignoró el sarcasmo, y dijo—: Era su único hermano. Lo amaba.

Sonrió.

Poppy, en lugar de responder, avanzó directamente hacia el interior de la pieza. Era redonda y los ventanales habían sido clausurados para que, desde afuera, parecieran simples canceles. Las paredes eran de color rojo, pero el tapiz estaba desgastado y en las esquinas había telarañas.

Circunspecto, Dune observó que Poppy se tocaba el pecho. Caminaba en una dirección concreta, con la vista clavada al frente.

Alistair Swift era un misterio incluso para él, que no lo recordaba. Pese a ser el hermano mayor de sus cinco hermanas, nunca compartía sus inquietudes con ningún miembro de su familia. Menos con su padre, que se mostraba reacio a entablar cualquier conversación respecto a su difunto hermano, cuyo cuadro Poppy escrutaba con los ojos abiertos e impresionados.

El silencio lo gobernaba todo, pero el corazón le latió tan rápido cuando notó que Poppy se tambaleaba que se sintió nuevamente joven al acortar la distancia entre ellos. Le sujetó los antebrazos y la ayudó a permanecer de pie, aunque tenía el rostro desencajado y las pupilas dilatadas, como si hubiera consumido alguna droga.

Con una mano, Dune le acunó el rostro y ella levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Se parece mucho a ti —susurró a fuerzas—, ¿cómo murió?

—Se ahogó —explicó él—. Quizás deberíamos parar por hoy...

—Lo he visto —sonrió Poppy. Se le deslizaron dos lágrimas gruesas por las mejillas. La piel le ardía—. En mis sueños. Lo he visto tantas veces que creí que eras tú. Pero no. Es él.

Contrariado, Dune miró al cuadro de su tío. Tenía el pelo negro y los ojos dorados. Era verdad. Se parecían mucho. Nadie lo había notado nunca porque en las propiedades de su familia no existía ningún retrato suyo, pero jamás se había parado a pensarlo.

De hecho, se parecía tanto que no le extrañó en lo absoluto que en un sueño alguien los confundiera.

—¿Qué crees que quiera? —inquirió.

Ella se apretó el pecho y de pronto Duncan vio que lo que hacía era sujetar fuertemente una especie de dije. Era grande. Una flor... una magnolia engarzada. Un diamante rosa.

Único y raro.

Alarmado, desvió la vista hacia el cuadro otra vez. La mirada de Alistair era viva y locuaz. Con desespero, buscó el origen de su duda, y el corazón le dio un vuelco cuando cayó en la cuenta de que el dije, alguna vez, había sido el reloj de bolsillo que su tío llevaba colgado y que agarraba entre sus dedos, como si lo estuviera ofreciendo a alguien allí.

—Poppy...

—Cuando murió Abel, Dios marcó a Caín para siempre y a toda su descendencia —dijo la bruja.

En seguida, Dune la abrazó, rodeando su cintura con ambos brazos. Se había desmayado.

Alistair lo miraba desde la pintura... 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora