Nazareth (21)

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Nazareth se dio cuenta de su pérdida de memoria a corto plazo cuando no reconoció del todo los rostros de los hombres en el suelo; Charlie estaba frente a ella, podía sentirlo, pero no lograba apartar la mirada de los cuerpos abultados en el piso del salón. Eco acababa de hacer que el calvo se acostara de pecho en la alfombra, las manos atadas en la espalda baja. 

Un segundo más tarde, levantó la vista sin poder describir una de sus emociones; le tembló el labio inferior al comprobar que la mirada fría de Charlie se encontraba encima de ella; había ciertos rasgos semejantes en él de cuando se conocieron, pero esa etapa se sentía apartada, en otro mundo, como si la escena la hubiera vivido alguien más y no la Nazareth que habría podido vencer la tortura de un amor incomprendido. 

Sí, su amor por Charlie era una tortura; no tenía la capacidad de ver a Leibniz, pero podía sentirlo; sus fragmentos, sus moléculas; esa falta de aprendizaje, la ciegues que se acrecentaba en ella y la inmovilidad de sus ademanes respecto a todo cuanto la rodeara; era una partícula inútil, a la merced de una posesión demoníaca. 

Y ella había creído, al aceptar el conocimiento del diccionario, que podía controlar lo que sea que hubiera dentro. 

Empezó a llorar con tanta soltura que Charlie dio dos zancadas certeras y la rodeó con sus brazos; su cuerpo, tibio y fuerte, la apretujó por varios minutos, hasta que la percepción de la inmutabilidad se hizo patente; se estaba quedando seca; si no se deshacía del demonio, se convertiría en Jane. Echó la cabeza atrás para mirar a Charlie a los ojos: él le había colocado la mano en la parte trasera del cráneo para sostenerla, quizás porque sabía que su cabeza era un infierno en esos instantes. 

—Llévalo al coche —dijo sin dar paso a ningún titubeo—. Vamos a necesitarlo en el camino. 

—Puedo hacerlo yo —refunfuñó la vocecilla de la muchacha que acompañaba a Eco. 

Aunque distinguía la diferencia en su alma, o en la ausencia de esta, Nazareth la ignoró totalmente y escuchó, en medio de un lloriqueo, cómo Eco suspiraba. 

—Te he dicho que donde manda capitán... —se jactó el hombre. 

—Que Dunross esté bajo las alas de Alex no quiere decir nada —escupió la chica—. Podría hacer de las mías si lo deseara de verdad, pero ya que me han dado las órdenes expresas de ayudar a que el diccionario quede en manos del embajador...

—Levanta su pierna —se quejó Eco—, estamos de sobra aquí. 

En unos minutos se encontraban a solas. 

Charlie no dejó de mirarla. Sin embargo, la liberó de su agarre y fue a guiarla en dirección contraria de la salida; la habitación, ovalada y adornada con muebles ostentosos e imperiales, había sido arruinada por la estela de muerte dejada atrás. El olor de la sangre, herrumbroso, caliente, le daba comezón en la nariz. 

Apretó las quijadas para evadir las náuseas, pese a que hubiera regurgitado de buen grado. No así, Charlie parecía tan entero como la estatua del caballero en la torre del reloj. Probablemente, se había acostumbrado a esa seguridad taciturna de él; ahora no se lo veía accesible y amable, con el afán de responder preguntas en tono solícito. Se le antojó una versión más oscura de él. 

La proyección de lo que, de no haber caído, habría sido George en su tiempo. 

—Mírame, Nazareth —espetó Charlie para sacarla del ensimismamiento. Lo miró en seguida, pese al temblor en las extremidades—. Quiero que prestes atención a lo que voy a decirte: necesito tu aceptación, tu comprensión y tu apoyo. No será sencillo. —Instintivamente, presa del dolor físico, del asco al recordar el tacto frío y rasposo del hombre en sus pechos, cerró los ojos en un intento por evadir la realidad. Él le sujetó la mandíbula con sus dos manos y la obligó a elevar el mentón—. Abre los ojos y mírame. —Lo hizo, llorosa y avergonzada—. Jamás te faltaré; no habrá nada que aparte mi atención de ti, lo único que pido es...

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora