Nazareth (42)

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De vez en cuando podía notar las miradas de Charlie, aunque prefería no prestar atención a ello. La mujer del parlamento y administración de castillos le había hecho un par de preguntas, al igual que ese agente conocido de Eco. Pero toda la situación era como una fría niebla alrededor de ella. 

Se rodeó con los brazos como lo habría hecho su madre e ignoró los susurros malignos que la perseguían desde que el compendio de los hombres oscuros estuviera en sus manos. Sin pensarlo, salió del salón y llegó hasta el patíbulo, con la sombra del dolor al pie de sus pasos, sin despegarse un solo segundo. 

Las puertas traseras estaban abiertas, mientras el viento se adentraba como el aliento de un dragón de hielo, trayéndole la brisa del lago, un gélido recordatorio de su estatus, de la pena, de la sangre. A lo lejos, de pie en la escalinata, se alzaba la entraba del cementerio de los Mornay. Nazareth sintió que un hilo invisible tiraba de ella, amarrado por la cintura. Pese a que podría haber sido una hora, alcanzó a distinguir el arcángel de los duques en cuestión de segundos. Tenía la percepción del tiempo un poco enturbiada, y el sinsabor de dejar que Poppy no recuperara su apellido seguía palpitando. 

El sol se estaba ocultando y los rayos rojizos derramaban su calidez encima del campo santo, pero no servía para darle calor: su frío venía de adentro, muy del fondo de su alma. 

Una luz solar resplandeció sobre las tumbas. Nazareth avanzó con quietud pero intranquila, con lágrimas rasando sus ojos. 

—Poppy dijo que  solo tenía que pedírtelo —musitó al aire. 

Nadie respondió, pero había una mujer de cabeza nevada y porte tétrico sentada en una banca de concreto, que la miraba como si hubiera reconocido sus palabras. Apartó por un segundo la vista, a sus espaldas, y de pronto de no había frío, sino una sensación arrasadora de temor. Sintió que su respiración se aceleraba y, con torpeza, se volvió. La mujer estaba sonriendo, mirándola con algo más que expectación. 

Más espíritus caminaban como caminan los vivos: era como si tuvieran un rumbo, sin importar que sus pasos solo condujeran de una tuma a otra. 

No la inundó ningún alivio cuando el doctor Kramer ladeó la cabeza para mirarla, sino el pensamiento de que tenía poco tiempo y una gran lista de confeciones por hacerle. 

Y no era una chica de lágrimas. 

Nazareth Kramer era una persona de letras y palabras directas, de corazón entero, imperfecto, que sentía la enorme necesidad de pedirle perdón a una persona que ya no habitaba la Tierra. Pero, en ese instante, la abordó tal desazón que parpadeó para dejar brotar el llanto tortuoso. El sentimiento era típico de la pérdida; la cantidad, típica del resentimiento y la culpa. 

Bajó la cabeza, indecisa. Los pasos de su padre no resonaron sobre el pasto cuando se aproximó. 

—No escribas al respecto —le dijo. 

Desde esa distacia, podía ver los botones de su camisa blanca, la tela, su textura y las costuras de una prenda hecha a medida. Recordaba a la perfección su olor, la sensación de suavidad cuando estaba en su estudio, ese aroma cálido de un hogar que llevaba años y años desvencijado. 

Cerró los ojos y suspiró. 

—Solo quería decirte que tenías razón. 

Kramer no respondió. 

—Papá —dijo Naza al abrir los ojos para enfrentarse al fantasma que la perseguiría por toda la vida—, tenías razón cuando intentabas saber qué quería ese demonio de Alex. Y tenías razón al intentar salvarlo... Pero te equivocaste en una cosa. 

—A veces confías en tus amigos porque no te queda otra opción. Pero si tus amigos invocan demonios a tus espaldas, sigues siendo inocente al respecto, Naz. —No estaba sonriendo, pero sus palabras eran un bálsamo—. El error nunca es la confianza. 

En contra del miedo y el enojo que sentía en favor de los corruptos, se encontró asintiendo. En parte porque también lo creía, en parte porque de ese riesgo de confiar, había conocido el amor y la esperanza. 

—Perdón —sollozó. 

Su padre, al que amaba, asintió igual. Echó un vistazo por encima del hombro, hacia la torre del reloj. Nazareth siguió aquel rumbo, encontrándose de lleno con la imagen de una primavera venidera. Las luces iluminaban cada piedra de Dunross. Pero fue Charlie quien llamó su atención: bajaba la escalinata en su dirección, con el ceño fruncido y los ojos entornados. La luz apenas dejaba ver su rostro y, aun así, pudo distinguir la preocupación en su gesto. 

Ella se encaminó fuera del cementerio, el viento le agitaba los mechones sueltos del moño. 

—Te perdí de vista... —murmuró Charlie. 

Le acarició los hombros, con suavidad, descendiendo desde el disco hasta el codo en ambos y analizando cada centímetro de su cara. 

Naza torció una sonrisa. 

—Espero que las reglas del decoro me permitan dormir con usted esta noche —dijo. Se abrazaron—. Estoy fatigada y mañana hay que responder más preguntas.

Sintió que Charlie se tensaba. 

—No hay regla que me valga para que te deje ir de nuevo. 

Recostada contra su pecho, vio el último rayo del sol, rojizo y mortecino, ocultarse. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora