El muerto viviente (6)

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Bastante apegado a los lineamientos de su profesión, a esas horas del día, se sentó frente al doctor Elmar Kramer para conversar. Sí, era su última conversación. Sylas, apodado por lo general como «el muerto viviente», se quitó la mascarilla antibacterial con la que había pasado la vigilancia del pabellón norte de psiquiatría. No era la primera vez que estaba allí, pese a lo poco que le gustaban los olores.

Una notoria y pesada sensación de antigravedad le adormecía las extremidades, mientras acomodaba el tablero de ajedrez frente a sus ojos. Elmar, cabizbajo, estudiaba las posiciones correctas de las torres. Era un jugador nato que, para esos momentos, había perdido toda oportunidad de utilizar un gambito o estrategia con la que saliera victorioso.

Por años, había seguido al pie de la letra las instrucciones del historiador al que respetó por encima de todo, pero ahora no podía esperarlo ni poner como pretexto las largas noches tratando de traducir aquel diccionario. Sylas había firmado un acuerdo confidencial y gracias a Nazareth Kramer acababa de confirmar por qué el estudio de ese lenguaje era tan importante para el gremio de estudiosos del ocultismo al que pertenecía Kramer.

Dudoso, elevó la mirada e hizo su primer movimiento.

—Te dije que no rondaras tan cerca de Nazareth —dijo el viejo con un aire azorado y vertiginoso. Lo habían medicado horas atrás por sus síntomas de pánico, agravados a cada minuto que pasaba.

Sylas comprendía muy poco sobre sentimientos, pero podía fácilmente atribuir el estado catatónico de Kramer a los eventos que se rumoraba habían ocurrido en Dunross, Escocia. Aún no conocía al nuevo conde de Aberdeen, pero sabía, por Nazareth, que era una persona con la cual no podía meterse de forma impune.

Por si fuera poco, Kramer sospechaba. Si no, no lo habría citado a esas horas y con tan poco cuidado entre la seguridad del sanatorio Levigne. Sacudió la cabeza ante una nueva jugada de su antiguo profesor de Harvard, en donde había conocido a su hija, una beldad rarísima que no se solía ver por aquellos días.

Si Sylas fuera normal, la habría elegido para casarse...

Pero había personas que lo calificaban de psicópata, y otras decían que había nacido —incluidos su padre y madre— con un defecto cerebral que le impedía ser... común, pero a lo que él le llamaba común era a la torpeza de las personas para dejarse guiar por un sentimiento tan voluble y efímero como el amor.

Nazareth Kramer había partido hacia Escocia el año pasado con un aire de experiencia entorpecido por su dulzura. Era divertida y centrada y a veces tan irónica que Sylas se confundía, creyendo que era muy parecida a él. Sin embargo, esos días, sumergida en una relación frustrada, su personalidad ya no era la misma.

No logró entenderlo hasta que ella le suplicó que le ayudara a leer unos blasones de las tierras bajas de Escocia. Cartas en las que había encontrado información inusitada. Incluso acusaciones graves con las que, cualquier parlamentario, lograría arrebatar de los Swift el condado de Argyle y su ducado. Claro, el ducado no era de su interés, pero sí una joya en específico que la amiga de Naza llevaba consigo, una especie de dije en forma de flor cuya roca central era una gema única, en un engarce todavía más raro.

Y la energía que emanaba...

—Tu hija tiene problemas —le contó en una serenidad obligada—. Me ha hecho investigar a los duques de Swift. Creo que quiere algo de ellos, pero su amiga, la pelirroja...

—Eso iba a salir a la luz tarde o temprano. —Elmar suspiró—. Todos en Occultus se lo advertimos. Pero Friedrich no es una persona racional, forma parte del gremio porque su puesto le fue heredado y porque tenía la protección de George, nada más. Así que no perdamos el tiempo hablando de sucesiones ducales o de los fetiches de los reyes. Los nobles siempre cometen errores cuando están tratando de robar lo que no es suyo o, en su defecto, de matar a esos errores.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora