Poppy (8)

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Dos semanas antes de enterarse de la enfermedad de Dune, Poppy había entendido que su vida era, desde cualquier ángulo, una tragedia. Del tipo de tragedias que no se olvidan. A medida que los días en casa de Nazareth pasaban, y se acercaran a la famosa lectura del testamento, sus ansias por recriminarle a su abuela aquel acontecimiento crecían también.

En otro momento no hubiera elegido pisar el campo santo de los Mornay con la intención de increpar juiciosamente a la mujer que la había criado de los cuatro o cinco años. Pero no se sentía en aras de pensar mucho o meditar sobre sus acciones, que, si era sincera, le importaban más bien poco.

Solo había algo raro en todo aquello.

Y tenía bastante miedo de descubrirlo. Estaba tan confundida que ni siquiera la llegada de Sylas esa tarde había podido sacarla del ensimismamiento. Así que se hundió en una tumbona del jardín, pese al frío. Aunque había empezado a amainar, todavía tenían que usar ropa calentita. A Poppy no le molestaba el frío sin importar que le entumeciera los músculos de las manos y las piernas.

En realidad le causaba placer perder la sensibilidad después de unos minutos.

—Señorita Adie —dijo Debbie detrás de ella.

Poppy gimió una palabra que fue arrastrada por el viento. Se vio obligada a volver la vista a la muchacha y poner atención en algo que realmente no le interesaba mucho; la hora del té importaba para los británicos y posiblemente para los de la alta sociedad, pero ella no era ni lo uno ni lo otro.

Era Poppy Adie; una mujer respetada en su ámbito laboral, casi siempre consultada por profesionales, incluido Charlie; nunca perdía el tiempo y, sin embargo, todos esos días se sentían tan vacíos como una caverna oscura y húmeda abandonada durante siglos.

Cada vez que recordaba la confesión de Charlie se le agriaba el gusto y le temblaban los dedos. Por ende, también recordaba el perturbador sueño que tenía que ver, ahora lo sabía, con la muerte inminente de Duncan Swift.

Su amor frustrado por él estaba convirtiéndose en enojo y cólera, sentimientos réprobos que, mientras se incrementaban, la volvían más inerte y menos compasiva con las personas que estaban a su alrededor. Y eso incluía a Nazareth, quien se mostraba reacia a mantener cierta distancia con su querido amigo de la escuela.

Era obvio que sabía cosas sobre él que no quería decirle a nadie, y siempre que Poppy trataba de leerlo, acababa con jaquecas, dormitando por el dolor y sumergida en un sopor angustiante.

—En seguida voy —respondió cuando se le dijo que «la señorita Kramer» esperaba en el saloncito.

Poppy no estaba enojada con Nazareth; había empezado a experimentar un recelo torpe, parecido a la envidia. Se portaba como una enamorada de quince años referente a Charlie, y no como una persona capaz e inteligente. Su reducción estaba cruelmente compaginada con sus infantiles quejas en contra de su amigo, al que tampoco deseaba ver a todas horas del día.

La visita se estaba alargando más de la cuenta. Y a menudo se encontraba a sí misma representando la acritud y la acidez juntas, como buena bruja. Salvo que, ayudarlos sin ayudarse a ella, estaba pesándole como nunca. Airada, se levantó del camastro y se abrazó la chalina a los hombros.

El jardín, todavía rodeado por jirones de nieve, quedó hundido en una especie de manto trasparente, como si estuviera rodeado de neblina, aunque esta hubiera cedido días atrás.

A paso lento, se acercó al salón desde el que fluía una conversación tersa, de voces aterciopeladas. Era lo que más le preocupaba respecto a Sylas; en apariencia, su fiel máscara de cordero lo convertía en un sujeto peligroso, alguien de quien esperar lo peor; lo sentía. No podía sondear su alma y era como si su especie fuera única.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora