Inmisericorde (13)

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Tum, tum, tum, sus pasos, sobre la tarima, resonaron en las paredes, confirmando que había más entes deambulando por aquella casa en la que llevaba ya un tiempo metido. Acompañado por los fantasmas de sus ancestros, Sylas Rock le acarició la melena al gato que retozaba en su regazo, luego de haber atravesado un pasillo y sentarse en un sillón de lectura frente a una chimenea que, ciertamente, no le hacía falta, aunque se sentía bien aguadar allí.

Nazareth le había llamado hacía unos minutos para anunciarle que iban, su novio y ella, adelantarse a Escocia en el avión privado del conde. Torció una sonrisa...

—Parece que está empezando a sentir miedo.

El silencio le respondió con una pregunta muda, y Sylas elevó el mentón al comprender que los aromas habituales del salón de lectura acababan de cambiar por un vago motivo; algo que no ocurría todos los días en su propiedad, un lugar austero, frío y que atendía un hombre calvo y medio ciego que no creía en los demonios.

Para él, resultaba muchísimo mejor que la gente le tuviera miedo por los prejuicios y no dada su naturaleza. Incluida Nazareth, muchas personas pasaban por alto sus capacidades no normales, aquellas características de que a veces no podía controlar; leer las mentes, su insensibilidad, la rapidez con la que averiguaba ciertas cosas del mundo. En Occultus habían aprendido a tenerle pavor a sus métodos, pero ninguno se imaginaba quién era o qué hacía entre sus filas. Ni siquiera Elmar, con sus herramientas, había podido dilucidar por entero su ser.

Que no tenía alma, era verdad; que no podía bajar al infiero otra vez, que estaba condenado a ser un híbrido, viviendo con los detestables humanos, y en ocasiones encontrándose con alguno que otro ángel.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Alex Ambrose en cuanto se hubo adentrado en su salón, sin pedir permiso.

—Las alas no enseñan modales, por lo visto —se quejó al tiempo que bajaba al gato y lo ponía sobre la alfombra.

El minino se estiró a sus pies, pero no se marchó en seguida, sino que miró fijamente a Alex, que se había sentado en una silla victoriana, casi como el resto del mobiliario de la casa. Sylas, que gozaba de un humor irascible todos los días, trató de mirar de nueva cuenta a través del alma de Alex.

Qué curioso le parecía que los ángeles sí tuvieran un peso cósmico. Quizás, se dijo, él hubiera podido adjudicarse ese término, pero a la fecha le seguía pareciendo muy aburrido tener que estar a la disposición de los médiums, como si ser esclavo de una bruja no fuera suficiente castigo.

Sylas sabía que en el mundo había otro ente como él, pero nunca se lo topó de frente y no tenía idea de si podría hacerlo. Le daba igual. La eternidad sabía a poco si se trataba de ir de un lado para otro dándoles armas a los seres humanos con las que fueran capaces de autodestruirse. En seguida, al pensar en armas, miró con renovado interés al ángel embajador que lo miraba con insistencia.

—Alguien se va a morir —dijo, con una sonrisa alevosa.

Alex, que lucía poco adecuado a la atmósfera tibia, bajó la mirada unos instantes. Su preocupación brillaba entorno de los nombres de Nazareth y Charlie. Con un gruñido quejumbroso, enarcó una ceja y se irguió para ir a atizar los leños de la chimenea. No podía percibir por completo el calor que emanaba porque le estaban prohibidos los placeres mundanos. Lo habían hecho en ese lago de lava ardiente como una marioneta, una máquina de torturar y a final de cuentas, no era más que un lacayo que obedecía órdenes.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora