Poppy (1)

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Los dedos se le habían transformado en serpientes largas que intentaban comerse entre sí. En la penumbra de la habitación, la llama dentro de la chimenea era toda la iluminación constante que se movía para no quedarse ciega. Respirando con dificultad, Poppy Adie levantó las palmas y se observó cada falange larguirucha, mientras el calambre de las piernas se esparcía en un espasmo hasta su estómago.

Un tronco crepitó en la rojiza cueva de la pared a donde, horas antes, Debbie había encendido el fuego. Fue un parpadeó. Temblorosa, fijó la mirada allí y cerró los ojos con fuerza, para después abrirlos y buscar, horrorizada, sus uñas. Eran normales de nuevo, piel blanca y cutículas rosadas. Soltó un suspiro de alivio al notar que la visión, la más recurrente, se estaba convirtiendo en algo más.

La antigua no podía soportarla. En ella, Poppy llevaba a cabo un ritual en el que Dune la poseía de una forma poco prudente. Antes, había pensado en contarle a Nazareth sus sospechas, que estaba enfermo de algo mortal, que seguramente el actual duque tenía una cuenta pendiente y su hijo la estaba pagando, pero quería encontrar la verdad sobre Alistair primero.

Nazareth no tenía forma de apaciguar su mente en esos instantes. Su padre acababa de morir y en el piso contiguo estaba reunida con sus allegados; personas que conocían al doctor Kramer, miembros de Occultus que habían venido de todas partes del mundo a presentar sus respetos. Habían acordado que una vez leído el testamento seguirían con la investigación que Sylas, el no muy querido amigo de Naza, les ayudaba a realizar.

El blasón en su talismán era la clave, le dijo en un susurro, al presentarse al funeral. Poppy podía ver a través de él, pero por algún motivo ajeno a su voluntad, tenía una fuerza abrumadora que le impedía determinar qué tipo de alma era. Sin embargo, en sus ojos, se encontraba un libro entero de la ambición que a veces puede corromper a una persona.

Escuchó pasos detrás de ella, pero continuó concentrada en sus pensamientos.

—Hace mucho frío —le dijo Charlie.

Poppy sentía un agradecimiento enorme para con él; no solo por haberla defendido del duque de Argyle, sino porque su presencia hacía que Leibniz no pudiera provocarle miedo a Naza, y mientras más segura estuviera la relación entre ellos, más convencida estaba su amiga de deshacerse del diario.

Lentamente, confiando en su instinto, se giró para encarar al conde de Aberdeen. Sobrio como el más, él se acomodó en el sofá de lectura que solía usar Nazareth. Cruzó la pierna y también los brazos, con la mirada entornada hacia ella y las cejas un poco arrugadas.

Sin maldición encima, Charlie podía ser arrogante y presuntuoso, pero lo conocía demasiado bien como para no saber que la elegancia era natural y no forzada. Si no, no encajaría tan perfectamente con Naza, a quien se le daba de maravilla acoplarse a él. En el cementerio, había sentido un gran deseo de apartarse de ellos, para que pudieran compartir más, pero él no la dejó irse a ningún lado.

Naza y Charlie habían ido al entierro tomados de las manos. Con disimulo, Poppy cuidó la mirada de Sylas para comprobar su teoría. Pero estuvo a punto de engañarla: no los miró ni un segundo y, no obstante, cuando tuvo la oportunidad, se acercó a Nazareth para hacer ciertas preguntas que, de habérselas hecho a Charlie, seguro que le habrían parecido extrañas.

Para muchos era obvio que el extranjero tenía algo con Nazareth... Pese a que no lo habían confirmado. Ella, aun así, estaba empeñada en que formalizaran pronto. Algo le olía mal. Algo olía a podrido en Sylas, solo que Nazareth, por primera vez, no tenía tiempo de ser intuitiva y estar alerta.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora