Nazareth (28)

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Poco evidente o no, Naza se sentía atrapada en el limbo, sin conseguir separar la preocupación por confesarle a Poppy que, en un estado de hipnosis o algo así, había replicado algunas de las cartas de su madre, que a su vez hubieran sido investigaciones viejas que coincidían con la historia de la familia Adie y sus orígenes. 

—Parece un congelador aquí —señaló la chica, que ocupaba el asiento del copiloto al lado de un Eco concienzudo. 

—Dijiste que tomarías un atajo pero no veo despuntar el castillo siquiera —comentó. 

—Es más seguro si nadie se da cuenta de nuestra llegada. 

Miró a Charlie a su lado, concentrada en la templanza de su rostro y ese sentido de tranquilidad que demostraba aun cuando la vida no deparaba nada bueno. 

—Poppy puede perder el juicio, quiero que se dé cuenta que llegamos. —Volvió la vista al frente, el camino terregoso y oscurecido, sin faroles. 

—Lo siento, Naza, pero Alex fue muy claro. Dice que el frente del terreno no es un salón muy grato de bienvenida. 

—Pudo habérmelo explicado él mismo. 

—Parecía apurado. 

Charlie le sujetó fuertemente la mano y ante eso Naza no pudo hacer más que contener un suspiro lánguido, mitad queja mitad rendición. Cuando cruzaron el último tramo y el auto se adentró por un camino más amable, un olor atravesó sus fosas nasales como si un extraño bicho estuviera aleteando en ellas. Por un instinto se la cubrió con el antebrazo y dio un respingo.

—Oh, oh. Un poco tarde. 

—Aparcaremos aquí —dijo Eco. 

El sonido del embrague emitió un chirrido y a continuación Serena dio un salto fuera del coche, que acababa de detenerse. Charlie y ella esperaron a que Eco inspeccionara la colina y las cortezas de los árboles que se enfilaban a los costados del camino. No era una carretera verdaderamente apropiada, pero su enojo declinó un poco al notar que desde allí sí era notoria la punta de la torre más alta del castillo de los Swift. 

Sacudió las manos como si tuviera agua en ellas y caminó arriba para alcanzar a su celador. 

—Tú sabes algo y quiero que me lo digas. 

—Alex no fue específico. 

Eco olfateaba el aire como un viejo perro de caza, pero nada que le daba la atención que ella buscaba provocarle. Arrugó la frente y alzó la vista. La noche era estrellada y una neblina bajaba de las pocas nubes que se habían desperdigado por él. Charlie la había sujetado de la muñeca y mientras caminaban colina arriba, el olor a muerte empezó a incrementarse. 

Serena se giró para lanzarles una mirada de advertencia. 

—No es agradable —dijo. 

El viento que soplaba arrastró sus palabras hasta convertirlas en un chillido. Naza las sujetó y las tragó, aprentando los párpados. 

—Jesús...

En el terraplén, por el camino de piedra que danzaba de puntas hasta la verja trasera, había un continuo rastro de sangre que tenía la apariencia de un charco musgoso, como si estuviera a punto de cuajarse. Naza buscó en el pasto y encontró un trozo de carne, aunque esperaba que fuera de algún animal moribundo. 

Siguieron caminando. Para entonces Charlie ya le había dado un pañuelo arrugado que llevaba en el bolsillo. Naza se cubrió unos instantes la nariz. Habían cruzado el patio de la servidumbre y frente a ellos se dibujaban las almenas que todavía estaban custodiadas por dos enormes establos. Al pasar por un lado de ellos, se dejaron oír los relinchos de corseles asustados. 

Eco empujó la puerta y una cocina de alacenas gigantes les ofreció una cálida bienvenida, pese a que las luces del techo, candelabros colgantes, se bamboleaban como si las ventanas estuvieran abiertas y por ellas se filtrara un ramalazo ventoso, y además heladísimo. 

—Vengan —con tranqulidad, Eco les indicó una puerta y Naza se detuvo. 

—No. Quiero que busquemos a Poppy, tengo que...

—Iré a buscar a Alex, no te preocupes. Traeré a Poppy sana y salva y podrás expiar tus pecados. 

—Eco... —Charlie advirtió. 

—No vas a encerrarnos aquí —exclamó ella. 

Alguien cerró la puerta a sus espaldas. Mirando por encima del hombro, Naza se percató de la extraña presencia que emanaba de Serena, quien alzó una llave en la mano. 

—Listo. 

Un seguro chasqueó y, al entenderlo, clavó su atención en el hombre que ya había desaparecido por el pasillo. La chica se paró en el umbral de la puerta y se encogió de hombres. 

—Lo siento, sus vidas son frágiles, dijo. 

Se marchó y Naza se adelantó para tratar de impedir que los dejara allí encerrados. 

—De alguna manera tuvo que haber conseguido esa llave. 

—Era una maestra. 

Charlie se le aproximó, sin titubeos. Por algún motivo Nazareth no sentía la misma necesidad de buscar sus brazos. Era como intentar patentar un ingrediente secreto que, desde la creación del universo, ya estaba destinado a ser suyo. Lo contempló en silencio y bajó la mirada hasta encontrarse con los botones de la camisa que le había quitado dos noches atrás. 

Al volver a verlo, su expresión era más la de un hombre que conocía incluso el conteo de cada uno de sus cabellos de la cabeza. Su mirada era trasparente y albergaba el refugio de cualquier alma en pena, como de verdad empezaba a sentirse. 

—Eco cargó su arma antes de irse —señaló él. 

—Entonces algo grave está ocurriendo. 

—El hombre de las cuadras no estaba en su lugar —dijo—. Por lo general abre la verja de atrás y la misma estaba abierta. No hay servidumbre en la cocina y muchas de las luces del castillo estaban apagadas, incluidas las del patio por donde entran los alimentos y los enceres. 

—Tuviste tiempo de observar. 

—Nada, pero me resultó interesante que quisiera venir por el camino más difícil. —Él suspiró—. Naza, sé cómo te sientes. 

—Occultus mató a nuestros padres —le recordó—. Y el duque es el líder de ellos. No me pidas que esté calmada y que no me sienta culpable. 

—No iba a pedirte eso. 

Le regaló una pequeña sonrisa. Al segundo siguiente, la puerta se abrió. Habian transcurrido poco más de quince minutos. 

Poppy se adentró en la cocina. 

Estaba llena de sangre, desde los pies hasta la cabeza. Su pelo iba suelto y se parecía a un río de lava ardiente, que le caía hasta los glúteos. Su rostro pecoso y los ojos encendidos en un tono rojizo como un eclipse lunar en verano. La miró un segundo y esbozó una sonrisa normal como el dolor. 

—En un segundo estoy con ustedes —espetó—. Necesito lavarme las manos. 

Charlie se rascó un extremo de la ceja izquierda y agachó un poco la mirada. 

Naza siguió mirando, sin saber dónde había quedado la Poppy Adie que había llegado a su casa a pedir ayuda. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora