El recolector de almas (25)

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Ni el paisaje pacífico logró darle un momento de paz. Aunque a su lado tenía a Charlie salvo y de una pieza, todo aquel sitio frente a sus ojos tenía un cariz grisáceo y oscuro; de cierta forma, acompasado a lo que sentía; la noche había caído como una tormenta, especialmente desde que llegaran al edificio que era propiedad de los Mornay. 

Naza estaba bajo el cuidado de Serena Shakespeare. Y pese a la negativa inicial, demostró cierta firmeza cuando le pidió que salieran a tomar un poco de aire. Lo que quería y no le había comunicado, era darle el parte de algún modo métodico de lo que suponía que iba a ocurrir en cuanto le consiguieran ropa nueva a Naza y se dieran una ducha. 

Podía parecer negligente, pero Eco le narró de ese modo a Charlie, todos los detalles que antes Poppy Adie le había contado—: Me pidió que le diera tiempo. No quise cuestionarla mucho, ya sabes: da un poco de miedo. 

—A mí lo que me da es curiosidad —Charlie se volvió a mirarlo—. ¿Desde cuándo se cuentan los planes secretos entre ustedes?

—Desde que tú no te puedes cuidar la espalda solo; Poppy sabía que los estaban siguiendo, niño, así que me pidió que la viera en su tienda. 

Incómodo por la mirada cansina de su patrón, clavó la mirada en las inmediaciones de un lago sinuoso. La noche se había ensombrecido por una estela mortífera. Soltó poco a poco el aire que había en sus pulmones y, tras verse doblegado por el cariño que guardaba para con el conde, rodó los ojos, se frotó la cara con una palma y lo miró de nuevo. 

—Gracias. 

Eco asintió y al cabo de unos momentos respondió así—: Al finalizar esto, si salimos vivos cualquiera de nosotros, me gustaría finiquitar nuestra relación laboral. No me malentiendas, sé que nuestras vidas están atadas, que no nos podemos mirar como a extraños, pero tengo la sensación de que me estoy perdiendo de algo. 

Charlie fue a replicar, pero Eco alzó una mano y se concentró en aquel pensamiento que, durante el camino, había estado torturándolo; Serena le había contado un sinnúmero de posibilidades entorno de lo que sentía; no era porque fuera nuevo, sino porque los recuerdos de su madre, de su familia y del destino de esta, habían tomado otra figura, esta más clara que ninguna que hubiese experimentado antes. 

Por tanto, si debía de ir —se sentía de ese modo— en la búsqueda de la verdad de su vida, había otras cosas de las que tenía que prescindir. 

—Tuve una especie de sueño en la que mis decisiones me marcaban —suspiró, convencido de que Charlie iba a entender—. Nazareth y tú van a disfrutar de su vida, te lo prometo. Y a cambio lo único que te pido es que no te unas jamás a Occultus. El poder no es para que se concentre en un solo lugar, mucho menos en una sola persona. No al menos en esta tierra. 

—No tengo ánimos de unirme a esa horda de locos, créeme. —Miró al coche, estacionado algunos metros atrás—. Deberíamos volver, no quiero dejar a Nazareth sola. 

Sin decir nada más, ambos marcaron un rápido paso de vuelta al automóvil, un lujoso modelo de Mercedes que Charlie usaba cuando estaba allí para visitar las dos cafeterías de las que era dueño; condujo a la brevedad hasta el edificio de departamentos, sopesando las miradas alternas de cada uno de los escenarios que, en compañía de Serena, había trazado para sí. 

Luego de encerrar el coche en el garaje, dejó que Charlie subiera al departamento y después de unos minutos, Serena apareció en su campo de vista; le alargó un par de hojas. Era una carta. Tenía por título un adjetivo que se podía adjudicar él mismo cuando se trataba de imaginaciones. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora