Alex (10)

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Cruzado de piernas, Alex hizo una exhalación lo bastante profunda como para pensarse dos veces lo que iba a decir a Naza y Charlie una vez que salieran del despacho del notario. Para empezar, aquella había sido, por parte de Elmar, una jugada nueva; heredarle a su hija un cuadernillo tan viejo, pero tan valioso, no le acarrearía más que problemas, ya que era consciente de qué se trataba.

Era el diario perdido.

Muchos lo llamaban el compendio de secretos acerca de los siete pecados capitales, una lista horrenda de siete cartas escritas en prosa para una madre que nadie supo nunca quién era. Alex no tenía curiosidad alguna por descubrirlo ya que, nada más sacar el diario, Leibniz rompió en una carcajada que resonó hasta el techo de la habitación.

—No entiendo —murmuró Nazareth finalmente—. Pone que tengo que encontrar a la dueña del diario para poder...

—En efecto.

—Tampoco tiene sentido —comentó Charlie, entornando los ojos.

—Ya ves, ahora está en plan de protector —dijo Leibniz desde su rincón en la oficina. Se estaba limando una uña con una parsimonia exasperante.

Indeciso y confuso, Alexander se arrellanó en la silla al tiempo que el abogado les explicaba con más detalle las notas en el testamento de Elmar Kramer.

Entonces se le ocurrió algo...

—El muy hijo de puta...

Naza, sorprendida, se volvió a mirarlo.

A ciencia cierta, el único que no había apartado la vista del notario era Charlie, acostumbrado a que la atmósfera fuera siempre tan cambiante. Además, y por si fuera poco, estaba convencido de que aquel acertijo tenía algo que ver con Dunross. De Mujeres Impías no tenía mucha idea pero bastante notable el que fuera tan controlado pese a saber que probablemente su madre había escrito aquel diario.

—Nos ha quedado claro —dijo Charlie luego de mirarlos por el rabillo del ojo—. Lo resolveremos.

Naza abrazó el cuaderno e imitó a su todavía no declarado novio.

Alex tardó otro par de segundos antes de seguirlos. Por encima del hombro, miró al notario y luego a Leibniz, y le guiñó un ojo. El demonio respondió con un gesto abatido y pronto se esfumó entre una amalgama de humo, apestosa a azufre. Fue detrás de sus amigos nada más notar que desaparecía.

—Bien —dijo Charlie una vez que entraron en el coche. Alex se sentó junto al chofer y, mientras se ponía el cinturón de seguridad, empezó a hacer sus propias elucubraciones.

—El diario es de tu madre —sentenció sin apuros.

—Solo la primera carta —respondió el conde.

—Sí, están escritas por distintas personas —aludió Nazareth—. Esta... —Le enseñó una...—. Es la letra de mi madre.

—Como si no tuviéramos ya mucho que hacer con el diccionario.

—No tengo absolutamente nada de prisa, querido —dijo Leibniz en alguna parte del interior del coche.

Ya que nadie lo veía y escuchaba, Alex optó, esta vez, por ignorarlo. Se pasó una mano por el pelo, al tiempo que revolvió los kilómetros y kilómetros de conocimiento del que estaba hecho su cerebro. Al cabo de un rato, cuando surcaban alguna calle empedrada cerca de la enorme mansión Kramer, había empezado a creer que se trataba de una simple broma.

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