Hombre de poca fe (4)

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Los días lluviosos se aprecian, pensó Eco mientras se sentaba en su lugar del vagón de primera clase. No le había dicho a Charlie lo que estaba haciendo por esos días, hasta que él terminara los trámites de la defunción del doctor Kramer y, suponía, Nazareth, así que lo carcomía la culpa; principalmente por haberle dado su palabra de trabajar con él durante una temporada larga, al menos durante su etapa de ajuste y acomodo al condado. 

Sacó el libro que había intentado leer desde hacía un mes, a principios de febrero, para distraerse antes de quedarse de ver con el misterioso cliente oculto, que resultó ser el duque de Argyle y para cuyo hijo acababa de realizar una exhaustiva pero fructífera investigación; y a eso le debía sus pensamientos entretejidos. 

Su amigo, un teniente retirado de la policía, lo había contactado con un inspector corrupto que no tardó en barajar el precio de su lengua. Le dio acceso a información clasificada y lo comunicó con un par de personas de dudosa calaña. Aunque Eco se jactaba de conocer en su mayoría a los que poseían, como decía Poppy, un alma completamente oscura, sin peso ni anhelo, alejada de lo divino y del poder de los médiums, por esos días le costaba dilucidar correctamente. Eso sintió con el duque y al ver a Dune en Londres corroboró la creencia de su madre: las facturas se pagan en vida, sea cual sea su interés anexo. 

—Malditos locos —suspiró tras abandonar el libro por décima vez en aquel mes de sorpresas. Echó la cabeza en el respaldo y se concentró en el sonido chirriante del riel y la lluvia, además del viento. 

Adormecido, recordó la primera vez que había visto a Poppy casi cuatro años atrás. Una beldad escondida, un asomo de pureza, una diosa... algo extraño y tenebroso oculto debajo de una falda gris, con melena larga como una cascada de lava ardiendo y piel mármolea. Pecas, timidez, un corazón bueno y un espíritu salvaje. 

Eco se echó a reír por lo bajo, evocando las palabras que, sin más, tuvo que soltarle al duque. 

—Me cae bien —le espetó con una sonrisa forzada, a pesar del frío que lo tenía calado—. Y para Charlie es como una hermana, si intento hacer lo que me está pidiendo... 

—El gremio se enterará de quién eres, Abraham Wallace. Tu familia debe mucho a Occultus. 

Ante la perspectiva de ver su identidad amenazada, Eco sintió un escalofrío en la columna vertebral y sus sentidos se encendieron como una alarma. El duque, por supuesto, no se percató de que había hecho exactamente lo que alguien tan viejo y tan desesperado no debería de haber intentado nunca, ni en sueños: suponer que lo tenía en sus manos. 

En el mundo que conocía, la información valía oro, y si de datos curiosos hablaban, los nobles escondían todo debajo de la alfombra. Por ejemplo, si hubiera querido dañar la reputación de los Mornay, habría revelado su naturaleza de cazafortunas y las catacumbas con calacas cuatro metros bajo las almenas. No obstante, que Charlie y Nazareth lograran conmoverlo era una mala señal para cualquiera que quisiera meterse con él a sabiendas de que poseía cierto aire paternal por aquellos que no tenían cómo defenderse. 

Poppy Adie no se hacía idea de que querían matarla. 

Volvió al presente para cerciorarse de la hora. Tenía que estar en Glasgow antes de las nueve. Su cita era tan importante como el aire mismo, y no le incumbía tanto como comprar alguna isla para construir un sitio a dónde pasar un tiempo. Por si fuera poco, aún necesitaba hablar con Charlie y, tal como le había sugerido a Dune, con Poppy. La naturaleza de aquel secreto significaba que en realidad Duncan Swift no podía ser duque de nada y que su padre había cometido uno de los crímenes más atroces. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora