Charlie (19)

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Un hombre tiene sus límites.

Charlie estaba en uno de esos momentos de su vida en los que, de haber dejado a un lado sus escrúpulos inmediatamente, habría perdido algo más que la compostura. Sin despegar la mirada de una muy pálida Nazareth, se dio cuenta de que jamás en su vida iba a amar a nadie como la amaba a ella. Que ella era su cielo, su infierno y toda la eternidad juntas en una sola creación. La creación perfecta, el símbolo de paz que conformaba su existencia obsoleta y precaria; deambuló por los valles oscuros e insidiosos de la perversión, ese secreto sitio debajo del subconsciente que todos guardamos para encontrar el detalle más terrible: el sacrificio. Y una vez Nazareth le había sacado de ese letargo de inconsciencia que deja la depresión autoinducida; lo sacó a golpes con un cuchillazo en el pecho y le enseñó que para amar no tienes que hacer mucho; solo entregarte y ser sincero.

Charles Mornay sería recordado por sus innumerables aportes a la antropología, por las tesis que ahora sus alumnos le habían dedicado y quizás por ser el primer conde de Aberdeen en obtener y mantener el título por un lapso demasiado corto, y además pletórico de sangre sucia, misma de la que el sujeto al frente tenía llenas las manos grandes y carnosas.

Fruto de sus pensamientos, vio en él una exacerbación que, a primeras luces, no supo cómo interpretar. Buscó en su mirada algo que lo ayudase a no perpetuar la sensación de que se iban a morir no importase lo que él hiciera, pero, también, estaba convencido de una cosa muy oscura: no podía ver sufrir a Nazareth.

Y, lo más importante, aun cuando las probabilidades de éxito fueran tan reducidas, no le interesaba morirse él; un dedo, un cabello, un leve rozón... El más insignificante de los toques en ella, por parte de cualquiera de los mercenarios que los estaban vigilando, iba a arrojarlo por completo a ese estado de catarsis utópico en el que se encuentran los fascistas, cuando piensan que el mundo perfecto, su mundo perfecto, no debe verse aturdido ni perturbado por una frecuencia exterior. Pero Charlie, que a donde quiera que fuera dejaba en claro que tenía bien sabido quién era y a qué había venido al mundo, ya no se sentía culpable por reconocer sus propios matices negros; era un calabozo tener que aguantarlos, y por amor, se percató entonces, también deseaba con fervor liberarlos para que, sus captores, dieran marcha atrás a lo que sea que estuvieran esperando.

—Te he dicho que deben de estar en los cofres o en las cajas fuertes —señaló el gordo calvo al tiempo que pateaba el piso. La alfombra hizo un ligero frufrú al deslizarse sobre la tarima. Naza y él se miraron para oír lo que decía el líder de los mercenarios en seguida—: Está en el plano, solo búscalo. Hay tantas habitaciones como poco tiempo. No creo que podamos hacer mucho con el cazador de fortunas.

—Dos libros, uno cosido, con cartas, el otro, negro, un compendio, tipo diccionario.

—Imbéciles —murmuró Charlie por lo bajo.

El tipo hizo un ademán para indicarle a su compinche que se debía marchar a seguir buscando los libros prohibidos. Charlie podía pecar de anticuado y quizás de soberbio, pero no era estúpido; el diccionario y las cartas de las mujeres impías eran su único testamento para que Nazareth saliera ilesa de aquel embrollo.

Fue un instante herrumbroso; el sujeto le había pegado con la cacha del rifle, en la mejilla, así que sintió cómo el hueso de la mandíbula le crujía y los músculos que rodeaban su boca, hasta el cuello y la clavícula, se tensaban, atrofiándose, a causa del golpe. Un chorro de saliva mezclada con sangre brotó sin que pudiera detenerlo, a través de su boca, y de ese modo entendió que todo lo que tenían eran al otro para usar en contra. Ellos, frente a sus narices, tenían a lo único que verdaderamente le interesaba proteger. Así que no le extrañó que el calvo le señalara a Naza a su compinche, que dio unos pasos alargados hacia ella.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora