Alex (17)

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Aquel sitio, que olía a caverna y desperdicios humanos, tenía no la apariencia de una tumba. Más bien, se asemejaba a uno de los recuerdos borrosos de Alex, quien había tratado de memorizar cada detalle del cementerio de los duques de Argyle; en cada cripta había un secreto, según las sensaciones que todavía podía percibir en la atmósfera, una lúgubre capa de oxígeno que hacía que el lugar se sintiera más pesado que otros.

Aún recordaba el suelo del panteón ancestral de los Mornay, atestado de almas médium, un centro de reunión paralelo al mundo terrenal al que, las almas confundidas, podían llegar para pedir guía. Y, sin embargo, ligero, intangible, sempiterno; el tormentoso sitio de descanso de los duques apestaba a sangre derramada, sangre de inocentes.

Alex se giró en los talones y elevó la mirada al cielo.

Suplicó misericordia para aquellas personas, pensando que por las venas de Poppy, una inocente más, también corría la sangre de la línea heredera del ducado.

—Ahora lo entiendes —señaló Sylas, acuclillándose frente a una lápida antiquísima, pero bien cuidada, aunque estaba llena de musgo. Le quitó una rama seca y acarició el epíteto—. Aquí se murió mucha gente que no debió partir tan joven.

—Dudo mucho que entiendas lo que significa morir en manos de un desalmado.

El ángel-demonio se irguió, lanzándole una mirada llena de apremio, como si quisiera darle a entender algo que lo superaba en esos instantes. Nadie que tuviera alma podría tolerar aquel sinuoso movimiento a su alrededor; eran ademanes no corpóreos, que saltaban en el tiempo y producían cambios en el ambiente.

O era la negatividad de Winndoost, quién sabía.

Él no.

—No estoy hablando de sentimientos, así que no intentes atacar por ese lado —apuntó de nuevo a la cripta—; a esa niña la mataron en un sacrificio... Algo que el duque en turno hizo para que funcionaran sus fábricas textiles... —Un suspiro de fatiga... O de fastidio, aún no podía interpretar muy bien las acciones del ente—. A la larga todo lo que sigan heredando está impreso con la marca del señor de las tinieblas.

—Creí que no había intervenido —siseó Alex, confuso.

Sylas se puso las manos en la cadera, y echó la cabeza atrás durante unos minutos. Al volverse a mirarlo, los ojos le habían cambiado de color y la estela humana que lo protegía de que vieran quién era en realidad, se bifurcó para dar paso a una proyección tan antigua como la misma creación del universo. Aunque había inteligencia y sabiduría, lo acompañaba una presencia oscura, algo que lo ataba al averno y hacía recordar que, en cuestión de demonios, solo había una cosa que no era posible olvidar: disfrutaban el sufrimiento humano, cualquiera que fuera este.

Alex, en su naturaleza límbica, aún mantenía cierto control sobre su inclinación espiritual, pero ya empezaba a sentir la pesadez del dolor ajeno, una especie de empatía que se esparcía por su fisiología intangible y emitía ecos; pasaba a convertirse en impotencia y, cuando razonaba sobre ello, lo embargaba cierto alivio, como una convicción.

—Hizo un pacto, alguna vez, quizás hace trescientos años; después de las guerras isabelinas. —Volvió a llenarse de aire los pulmones y lo soltó lentamente—. Pero se ha salido de control. —Lo estudió con ojos críticos—. Ningún ser humano puede lidiar con el poder del conocimiento absoluto. O con todo lo que implica. Y los duques cada vez quieren más...

—Entonces...

—Hay que cerrar esto.

Sonaba indeciso.

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora