Alex (24)

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Una reminiscencia se materializa a veces lento y a veces de golpe. Alex se recordó, en un tiempo que parecía extrañamente paralelo a ese, al lado de Nazareth, en una habitación vacía, que olía a lejía, que tenía un manto mortecino alrededor, flotando en el aire; recorrió con la mirada las sábanas revueltas, mientras buscaba el punto clave de aquel recuerdo. 

De la ventana, a través de las cortinas, surgió una ventisca con nieve; le llamó la atención el extraño ruido que emitió la cornisa afuera: la habitación estaba en el segundo piso y era la más grande. La única que contaba con un balcón, mirada al jardín, altura prominente. 

Pese a la enfermedad que pululaba en derredor, se sentía en paz en aquel sitio; nada podía perturbar sus emociones allí dentro... O quizás no las tenía. 

Casi por instinto, se llevó la palma extentida al hombro, buscándose el peso de unas alas imaginarinarias en su vida terrenal; a su vez, bajó la mirada para examinar la moqueta, desnuda de alfombra, chorreada del líquido uretral que le habían sacado a la madre de Nazareth unas horas antes de que ella le inyectase el tramadol. 

Tramadol. 

Se giró en los talones al recordar dónde había estado en esos momentos, en lugar de consolar a su buena amiga, la niña con la que había crecido, la mujer que lo quiso y admiró tanto; ahora la admiraba más que nunca. Supuso que si su propia memoria se encontraba dispersa en ese tiempo, era porque debía de hallar algunos detalles antes de enfrentarse a la logia esa que mantenía un portal de condenación, abierto en Winndoost. 

Alex jamás se había preguntado por qué el castillo y sus inmediaciones adquieron aquel nombre, pero luego de analizarlo con la información de Sylas, las cosas se aclararon bastante: la traducción, a decir verdad, era más sencilla de lo normal. Ya que era bien sabido que, los humanos, al morir, nos convertimos en polvo... Y al polvo solo una cosa lo arrastra lejos. 

Viento y polvo. 

Winndoost. 

Si hubiera podido experimentar miedo, habría sido en ese instante de revelación, cuando se percató del sentido satírico en el bautizo del homónimo de la propiedad de los duques de Argyle. Prefirió pensar en cómo adivinar la naturaleza del objeto o de la información que estuviera buscando. Le tomó algunos minutos darse por enterado de la dirección de sus pasos y, ya frente a la puerta del despacho, titubeó unos segundos. 

Sujetó el pomo, como buen imitador de mortal, y abrió. Dentro, en un diván, Nazareth descansaba, los ojos cerrados, el pulso ralente y la respiración acompasada. Dormía con tanta profundidad que los anhelos mortales de Alex dieron un salto desde su interior. 

Las voces que venían del extremo opuesto del sitio de reposo de Naza, eran la suya y la de Elmar; ambos estaban recargados contra dos pilares. En esa imagen, Alexander estaba vestido de manera informal, con un cárdigan negro y holgado, de cuello alto, mangas largas. Elmar traía puesto un albornoz. También iba de negro. 

Al buscar ese recuerdo en su memoria, no encontró más que una laguna. Cerró los ojos al comprender que estaba junto al hipnotizta más experimentando en al ámbito del ocultismo. Así que miró por encima del hombro para fijarse en la bella que dormía, a falta de bestia, como si estuviera muerta y hubiera alcanzado un estado de paz incorpóreo. 

—Probablemente fue un acto involuntario por la culpa —se escuchó decir—. No había modo de que supiera de la existencia de esa historia; es decir, Carice Mornay debió de haber recolectado la última, y según lo que dice George, las destruyó todas y cada una. 

Mujeres ImpíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora