Capítulo 47: El Constante Sufrir.

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Valerie

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Valerie.

—¡Valerie! —exclamó Libby detrás de mí, bastante asustada pero más confundida. ¿Qué le estaba pasando a su hermanita? ¿Cómo es que algo así podría ser remediado? ¿Existirá cura para la locura? ¿O si realmente yo estaba loca? Ella siempre supo que yo era bastante inestable, desde que comencé la adolescencia. Libby recordaba con exactitud la primera vez que me escapé de la escuela con Ángelo —mi novio de la época— a un motel de mala muerte donde tendríamos que acostarnos por primera vez en nuestras vidas. Esa mañana, donde terminé llorando en frente de él al terminar la penetración, al recordar la frase que me constataba repetidas veces mi padrastro, progenitor de Libby: «cuando aprendas a lavarte el coño, ahí quiero verte levantándome la voz». Y ahí me encontraba, teniendo sexo con el pensar que sólo era una niña a pesar de que ya no era una niña. A Libby no le gustaba la idea de escaparme del colegio; ella hubiera preferido que haya sido en un momento más oportuno y menos conflictivo. Elizabeth, me observó en mi primera borrachera. En mi primera pelea en la escuela. La primera vez que fui enviada al psicólogo, preocupada y molesta por la estupidez de su padre y la incompetencia de mi madre. Libby fue mi madre y mi padre; ha sido mi mejor amiga y confidente. Por eso es que ella supo que caería pronto, y se sentía frustrada por las noches al no saber cómo evitarlo.

—¿Tú lo viste? —le pregunté a mi hermana, para asegurar si esa ilusión solo existía dentro de mi cabeza. Probablemente la respuesta era más que clara pero cada vez yo estaba más ciega.

—No te entiendo, Valerie. —Ahí estaba, más claro que el agua—. ¿Estás bien?

—Sí —respondí insegura, asintiendo con dificultad—. Pensé... pensé que vi una mariposa. Sabes cuánto amo las mariposas.

—Creí que las odiabas. —Ella sabía muchas cosas de mí sin tener idea de que conocía demasiado. Incluso, más que yo misma.

—Sí, pero las mariposas monarcas son las bonitas. Y las azules también. —Sonreí. Ella me miró con asombro y miedo.

Libby fue la única que aún creía en mí. Tal vez no de la misma forma que hacía antes o ya no con la misma intensidad, pero esa llama aún seguía encendida. Libby seguía estando a mi lado, a pesar de cada altercado que tuvimos, nuestro amor era más pesado.

Aquella aparición de lúgubre muerte que se estrechaba en los rincones del hospital, en cada esquina de las paredes blanquecinas que reflejaban el vacío de nuestras cabezas, en lo que respecta a cordura. Había veces en las que escuchaba el latir de su corazón, triste y apesadumbrado, resonando en mis oídos como tambores sonoros. A veces, veía a la sombra posando frente mío cuando ni siquiera estaba presente. Una imaginación. Ya que, desde que sus ojos dejaron de llorar de forma tan repentina, no volví a ver a esa figura. No sabía si era algo bueno haberla visualizado dos veces. «Tal vez aparecerá más tarde», me decía, con el pensamiento de que pronto volvería.

Cuando Libby se fue, yo quise entrar al hospital, con mis pertenencias en mano, sintiéndome contenta y completa con la música que cargaba. Pero, la enfermera Wang me detuvo:

Psicodelia: Dueños Del Delirio. #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora