18. El peligro de un buen discurso

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La existencia de Caos no se volvió un problema hasta ya entrada la recta final, cuando las puertas del Infierno se tanteaban con entusiasmo, absorbiendo los primeros latidos de la vida que habíamos cosechado en nuestra realidad, sabedoras del dest...

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La existencia de Caos no se volvió un problema hasta ya entrada la recta final, cuando las puertas del Infierno se tanteaban con entusiasmo, absorbiendo los primeros latidos de la vida que habíamos cosechado en nuestra realidad, sabedoras del destino que habíamos dictado para con nuestras almas al jugar a un juego que desconocíamos por completo.

Cierto fue que abrí los ojos tarde, que no me di cuenta de lo lejos que estaba llegando hasta que mis manos se mancharon de sangre y mi humanidad se filtró por las ranuras de mis heridas, abandonándome entre las frías manos de la muerte, cuando esta me visitó y se río de mi desgracia mientras arrastraba tras ella mi tesoro más preciado, mi otra mitad, mi corazón.

Hasta ese entonces, y durante mucho tiempo, el verdadero problema fue enseñarle a un brujo con unos cuantos siglos de edad a la espalda cómo funcionaba WhatsApp, o incluso, qué era Netflix. Por esa misma razón, y en un momento de lucidez en medio de una fuerte borrachera, propiciada por esos amados licores que Caos conservaba en su despensa, se me ocurrió utilizar a Torquemada de mensajero.

La idea era sencilla, bastante simple, pero brillante.

La liebre tenía por costumbre darse largos paseos por el internado, recorrer los bosques que decoraban toda la falda de la montaña, e incluso, en contadas ocasiones solía bajar al pueblo y perderse entre las ruidosas calles con el fin de asomarse a la vida del resto de mortales. A veces simplemente desaparecía y, tras varios días de no saber nada de ella, se presentaba frente al grupo como si nada.

Era la mejor opción, en especial si quería evitar que Caos mandase uno de sus zombis para buscarme en plena noche.

Y elegido el mensajero, faltaba el formato del mensaje.

Los cascabeles.

Dependiendo del color de la cuerda o del cascabel, el mensaje cambiaba. Caos tenía un sin fin de material para utilizar y nunca le faltaba al tener a sus sirvientes muertos trabajando para él. Así que, orquestado todo, ambos creamos un amplio repertorio de posibles mensajes. Desde los más estúpidos, como «me aburro», hasta mensajes picantes que me ponían hacían sonrojar.

Caos solía usar demasiadas veces la cuerda roja a mitad de la noche. Era su preferido.

Cristian sabía de nuestro jueguecito con Torquemada. Tenía por costumbre avasallarme con todo tipo de preguntas sobre lo que significaba cada conjunto de colores. Pero más allá de la simple curiosidad del momento, nunca se interesó por aprenderlo.

Sin embargo, ahora el que tenía frente a mí, mientras la liebre observaba cómo mis piernas jugaban por fallarme o cómo mis manos se aferraban a Nate con fuerza, buscando un punto de apoyo que me salvase del gran abismo que tenía frente a mí, ese cascabel no era un simple mensaje picante o divertido.

El uso del blanco en la cuerda y en el cascabel se reversó para una función, un límite que ambos nos habíamos impuesto el uno al otro.

"Si un día el destino decide alejarnos...esto servirá para encontrar el camino de vuelta".

CaosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora