48. El corazón de la montaña

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―¡Carmen! ―grité

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―¡Carmen! ―grité.

Se giró en mi dirección, lucía la sonrisa más hermosa que le había visto en semanas. Y eso que pocas veces podía resistirme a alguna del repertorio de Caos y Cristian. Estaba resplandeciente, maravillosamente feliz.

Carmen me abrazó mientras repetía:

―Te lo dije. Te lo dije.

―Nada se te resiste, amiga.

―Quizás la muerte, pero nunca un examen. ¡Conseguí mi media perfecta!

No entendí el motivo de traer a la muerte a nuestra pequeña celebración, pero no le di mucha importancia entonces. Nada de eso era importante. Carmen había alcanzado su meta, la puntuación máxima. Había aprobado todas las asignaturas de su plantilla con las notas más altas, incluso algunos profesores admitían que un sobresaliente era insuficiente para todos los puntos que la debían. Tenía la mejor media académica de toda la montaña y de los últimos diez años. Sería una gran ventana frente a las pruebas de ingreso a la universidad.

―Tu brujo fue de gran ayuda ―susurró Carmen para que nadie del pasillo nos escuchara.

―Eso díselo a él. Le encantará escucharlo.

―¿Y soportar su ego hincharse? No, no... Ese recato de lo dejo a ti.

―¿Por qué siempre soy vuestra mensajera? ―protesté―. Está demostrado que dos mentes pensantes trabajan bien bajo presión. Sois los más parecidos entre el grupo.

―Y por eso nos repelemos.

―Déjame dudarlo...

Carmen sonrió y me cogió del brazo, arrastrándome por el pasillo.

―Deja de buscar lo imposible y celebremos esta gran victoria, amiga.

Y eso hicimos. Al anochecer.

El subterráneo rara vez estaba tan lleno de vida. La magia y todo aquello relacionado con la muerte había quedado a un lado, encerrados temporalmente donde nadie pudiera encontrarlos. Y ni rastro de los cadáveres que merodeaban los laberínticos pasillos que se escondían bajo la montaña. Solo había vida allá dónde colocaba mi atención.

Caos me sonrió al encontrar mi mirada atrapada en su hechizo. El corazón de mi pecho retumbó con todas sus fuerzas, como un fuerte tambor en medio de la orquesta de sensaciones placenteras que provocaba en mí. Mis mejillas se sonrojaron casi a la par, provocando al brujo, haciendo que su expresión se bañara en la más pura malicia y picardía. A pesar de que no estábamos solos. Todo el grupo, salvo Max, estaba presente.

Parecía haber olvidado que estaba sirviendo la comida que él mismo había preparado para celebrar la victoria de Carmen sobre el sistema académico actual y la soberbia de algunos profesores. Y dije que parecía desconectado de su realidad, atrapado como yo lo estaba al contemplarlo, porque Cristian había acabado rellenando su propio plato por si mismo al notar que Caos no estaba por la labor.

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