3.1. Antipasto.

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Acuéstate a mi lado, no escuches cuando grito. Entierra tus dudas y duérmete. Descubrirás que solo fui un mal sueño.

Goodbye – Apparat.

El deteriorado suelo de madera se quejó bajo la planta de sus pies.

No imprevistamente, sino porque Uraume lo quiso así.

Incluso el poderoso usuario de maldiciones temió a la sombra que aguardaba en la oscuridad de aquel templo desolado y, solo por considerar la ínfima posibilidad de que su presencia no hubiera sido notada ya, se delató a sí mismo tras cruzar el último arco rojo encargado de delimitar su entrada.

Las tinieblas que sumergían la montaña se hicieron más espesas conforme avanzaba cada escalón y llegaron a rozar el negro absoluto en el corazón de aquellas ruinas. La única capaz de fracturarlas fue la luna, quien perforó el desgastado techo con uno de sus débiles rayos de luz oscura.

El astro soberano del cielo nocturno pareció ensañarse con él al iluminarlo de forma tan sombría. Aún cuando a su alrededor bailaban los fantasmas de las sombras, los ojos carmesíes destilaron brillo propio en el lóbrego ambiente de la noche.

Sukuna reposaba pacíficamente sobre la descuidada estructura que alguna vez sirvió como altar para honrar al Dios de ese templo y, frente a él, escapando de la tenue claridad lunar, yacía el origen de sonidos grotescos que vigilaba con suma atención.

Huesos quebrándose, cadenas chocando y una engullición salvaje.

Sukuna arrancó una extremidad del cadáver que sostenía entre sus manos y la arrojó hacia ese oscuro lugar donde el ojo humano no podía ni debía llegar, disfrutando del espectáculo en silencio.

Por su parte, Uraume se acercó cautelosamente para dejar un nuevo sacrificio al alcance de su Maestro.

—Trescientos diecisiete —enumeró el joven de cabello blanco. Sukuna no respondió, en cambio, procedió a desmembrar la siguiente parte que serviría de banquete para la Maldición Grulla. Uraume observó sus acciones con detenimiento—. La mujer que traje la última vez era rubia.

Sukuna parpadeó por primera vez en la noche. Luego, tras una muy superficial meditación, arrojó el brazo a las sombras.

—Trescientos diecinueve —corrigió sin apartar la vista del cuerpo siendo devorado—. Aún a mil años de las leyendas que rodean esta montaña la gente todavía cree que es digna de adentrarse en ella. Su novio está por allá atrás.

Uraume dirigió su vista al fondo del templo y, en efecto, allí vislumbró la agonía de un muchacho muy cercano a la muerte. El usuario de maldiciones suspiró con una mezcla de cansancio y preocupación.

—Creí que no cazaríamos en esta montaña —exclamó camuflando su inquietud.

—No lo haríamos si no aparecían presas.

—No lo haríamos si no queríamos ser atrapados —contraatacó Uraume con la mayor tranquilidad que su voz le permitió admitir—. No podemos visitar más el pueblo del este. Han llamado a un hechicero debido a las constantes desapariciones. Lo mismo con el del sur. Si queremos seguir alimentando a la maldición debemos cazar en el noroeste o, en su defecto, movernos con ella.

Con las secuelas de sus actos expuestas tan rudamente frente a él, Sukuna comprendió la magnitud de sus descuidos.

—Quizás he sido un poco impulsivo.

Aunque el hecho de que lo reconociera podía ser celebrado como un gran avance, las notas de burla y relajación que pintaban el tono despreocupado de Sukuna hicieron enfadar a Uraume.

—Ha sido así desde que abandonamos Tokio —sentenció con atrevimiento. Luego, esperó unos cuantos segundos para descubrir si su Maestro toleraría aquella actitud o cortaría su cabeza en ese mismo instante. Después de confirmar que se trataba de la primera opción y tentando un poco más a su suerte, Uraume continuó hablando—. Contra todo buen juicio decidió cazar en las poblaciones que rodean la montaña, triangulando nuestra posición casi como un regalo para quienes lo buscan. Y ahora tomó la vida de dos personas en sus propias tierras. Los está atrayendo directamente hacia usted. Acaso... ¿Quiere ser encontrado?

Tras aquel reclamo el bosque entero quedó en silencio. Incluso la maldición que devoraba carne bestialmente cesó su eco morboso.

Sukuna se irguió frente a los ojos de su súbdito con porte amenazante y, por cada paso que daba hacia él, Uraume se sintió un poco más pequeño, débil e insignificante.

—Encárgate del resto —demandó la grave voz del Rey de las Maldiciones y entre temblores discretos el joven de cabello blanco solo agachó su cabeza.

Sukuna abandonó el templo y se adentró en la profundidad del bosque. Caminó unos cuantos metros hasta llegar a un risco cercano y allí observó las luces de una ciudad lejana por largo rato.

La noche que abandonó su vida no empacó nada más que los trozos de su corazón roto. Cualquier otra cosa hubiera sido innecesaria. El resguardo de la montaña le permitía desatar su naturaleza de maldición y despojarse de todos los condicionamientos que implicaba su disfraz de persona.

Aún así, hubo algo que se negó a dejar atrás.

Sukuna sacó un pergamino del pequeño bolsillo que escondían las mangas de su kimono y buscó en su interior una emoción cuyo precio era demasiado elevado. El esplendor de ''La Muerte de los Líderes'' se convirtió en nada más que un monocromático gris sin gracia.

Todo perdía el color bajo la luz de la luna o, quizás, se debía simplemente a que él no estaba a su lado. 


Waltz for Sukuna | Jujutsu KaisenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora