Sufrir.

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Experimentar [una persona] algo que causa dolor físico o moral o molestia.

Viernes, 8 de mayo.

19:45

Desde muy pequeña siempre había creído que durante toda nuestra vida somos como unos enormes murales de cristal que llevamos en nuestro interior. Un cristal tan delicado y tan débil que en cualquier momento podía romperse o incluso resquebrajarse. Esa materia se instala en nuestro organismo y a medida que pasabas las experiencias, vivencias o daños, se iba estropeando hasta que se rompía.

Y no, ese cristal no se rompía en un tiempo o edad determinado, eso dependía de cada persona. El cristal se fracturaba cuando la persona no podía más, cuando se cansaba de tanto soportar la obligación de cuidar de su cristal o incluso, no siempre tenía la culpa la persona que portaba dicha materia, podía ser otra persona externa a ella quién podía tener el poder de romperlo.

Es por ello, por lo que muchas personas vivimos con un cristal roto en nuestro interior.

Ya sea porque nos hayan roto el corazón.

Porque nos hayan hecho daño.

Porque nos hayan mentido.

Y es que al final, nos convertimos en un montón de trozos de cristal buscando la manera de poder volver a encajar.

Así viví durante mi adolescencia después de que mi madre destruyese cada porción de mi cristal, un cristal que llevaba cuidando desde que tenía uso de razón. Aún así, eso no siempre significará algo malo. Porque siempre podrás volver a tener la oportunidad de recoger esos pequeños trozos y dejar que de nuevo estén en su debido lugar.

El problema está cuando no quieres volver a encajar esos trozos por miedo a que se vuelva a romper. Y eso, es lo que creía que le pasaba a Lobo. Vivía tan escondido en los diminutos trozos de cristal que una vez fueron desperdigados en el suelo. No se tomó el tiempo de recogerlos, guardarlos, arreglarlos...Y es que, al igual que habrán personas que lucharán por su vida por querer volver a recuperar su cristal interno, habrán otros que no tendrán las suficientes fuerzas para hacerlo.

—Joder, ya estoy llegando tarde —susurré para mí misma.

Bufé agotada y como por séptima vez en la tarde volví a mirar el reloj. Mis piernas aceleraban los pasos, pero el profundo dolor que se instalaban en ellas eran insoportables. Maldije por dentro por la estúpida decisión que acepté esa mañana.

Debería de haberme quedado en casa sin ninguna otra cosa que hacer.

Tenía los nervios a flor de piel y era impredecible por el temblor de mis manos que intentaba disimular al peinar mi cabello negro. Ya me resultaba familiar el lugar y por ello intenté tranquilizarme.

—Perdone —le hablé a una enfermera—, la consulta de Marina del Águila. Voy a la terapia grupal.

—Es justo aquí. A tu derecha.

Estaba tratando de normalizar mi respiración cuando la chica me sonrió con amabilidad pero mi irritabilidad era superior a cualquier cosa por lo que musité un bajo gracias y observé el interior del salón donde tenía que estar desde hace unos minutos.

Maldita sea, estaba lleno de personas que no tenía ni la remota idea de quiénes eran. Terminé de visualizar el lugar para poder adaptarme a todo lo que me iba a encontrar. Justo en el centro de un enorme círculo de sillas que se encontraban ocupadas de lo que parecían pacientes, estaba Marina. Con una sonrisa de par en par comentando algo que no logré escuchar.

Al quedarme paralizada a unos pocos metros de la puerta, mi figura llamó la atención a la psicóloga y por mi parte se escuchó un:

—Mierda.

La ecuación de LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora