Sinceridad.

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Falta de fingimiento en las cosas que se dicen o en lo que se hace.



Jueves, 11 de junio.

Llevé los últimos cubiertos que tenía que recoger al fregadero tras secarte las manos con el paño que tenía colgando a un lado de mis caderas.

Los ojos me pesaban y los movimientos me parecían monótonos. Estaba tan cansada que apenas podía mantenerme en pie. Ya habían pasado algunos días después de la noticia de mi madre y aunque siguiera con una espina en el pecho, tenía que seguir adelante, pero costaba trabajo. Comenzaba a recordar las noches que me pasé llorando esperando que esa carta se hiciera realidad, que vendría y sus brazos me acogerían. Pero tenía que seguir viviendo que todo eso era mentira, que ya no estaba y no iba a volver.

Y es que al final, el dolor se hacia profundo por la incertidumbre de no saber qué hubiera pasado si ese accidente no hubiese ocurrido.

¿Realmente estaba en lo cierto?

¿Estaba arrepentida?

¿Me quería de verdad?

Pero ya no podía seguir pensando en algo de lo que sabía que no iba a haber respuesta alguna.

Hasta hace unos minutos la cafetería se hubiera quedado vacía y digo hubiera ya que rápidamente visualicé a Enrique, me extrañó de nuevo verlo ahí. Podía intuir que estaba nervioso por la manera en la que movía el pie y repeinaba su cabello canoso. Ya llevaba varios días así, ni siquiera me hablaba como antes y eso me empezaba a preocupar.

Recordé en ese instante el vídeo que vi hace unos días en el que apareció él. ¿Sería verdad que él sabría sobre mi historia? ¿Al menos algo de ella? Desde el instante en el que tuve la oportunidad de haber visto el vídeo, no paraba de darle vueltas a mi cabeza sobre la idea de por qué él también sabría mi historia y de por qué la estuvo ocultando.

Me acerqué dubitativa sabiendo que me quedaba poco para cerrar.

—¿Enrique? ¿Estás bien? Llevas varios días algo raro.

Levantó la mirada. Tenía la vista cansada y unas enormes ojeras de bajo de sus ojos. Me estremecí al verlo así, hacia mucho tiempo que no se encontraba de esa manera. Ladeé la cabeza esperando una contestación mientras se quedaba mirándome pensando qué decir.

—Creo que sí, aunque bueno... —resopló despeinando su canoso pelo—. ¿Cómo estás? Eso es más importante que todo esto —rio nervioso.

Se suponía que tenía que intentar tener una buena actitud ante las circunstancias. Sin embargo, estaba a dos segundos de echarme a llorar.

—Bien, supongo. La cafetería me mantiene distraída, aunque a veces echo de menos el saber que iba a venir a disculparse.

Exhalé bruscamente notando mi garganta escocer y mordí el interior de mi mejilla como si de alguna manera pudiera tranquilizarme y dejar de pensar.

—Es normal muchacha, pero ahora simplemente te queda seguir con todo esto, tú proyecto, la cafetería...Seguro que ella estará muy orgullosa de ti, esté donde esté.

Sonreí con timidez y noté que algo se removió en mí cuando lo dijo con tanta sinceridad. Le tenía mucho cariño a Enrique, cuando no estaba mi padre, era el que me ayudaba con las cuentas de la cafetería o también cuando no encontraba la leche desnatada y siempre me ayudaba a encontrarla. Reconozco que Enrique era como un segundo padre para mí.

—Gracias Enrique... — eché mi cabello moreno a un lado— ¿Y tú? Estás algo raro —volví a repetir.

No iba a parar de insistir hasta que llegara a soltar algo de información, lo más mínimo. Pero era necesario hacerlo.

La ecuación de LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora