Adrián XIII

36 6 0
                                    

Estaba jodidamente preciosa.

Era el mismísimo infierno convertido en ángel.

Mis ojos no la miraban pero mi mente me gritaba que por última vez volviese a observarla.

Su cabello negro brillando entre cenizas.

Sus labios que me mataban.

Sus ojos igual de brillantes que luna de aquella noche oscura.

Cada gesto que me dejaba ante sus pies.

Y esa manera de mirarme que me incitaba a hacer con ella lo que con nadie hice.

Con el tiempo acabé amando mi soledad, fue algo que no me costó mucho. Nunca me había dado miedo y ni siquiera el hecho de sentirme solo fue de mis primeras preocupaciones.

Lo que hacia que cada célula de mi piel se alterase, era no estar solo.

Tener una compañía.

Ser parte de alguien.

No podía.

De solo pensarlo, todo mi mundo se iba abajo.

El hecho de saber que una parte de mí es complementada por otra persona, solo hacia que me quisiera alejar, huir, desaparecer.

Y es por ello por lo que la soledad se adueñaba de mi.

Por el miedo a no querer saber cómo se sentía amar a alguien.

A querer que estuviese a mi lado.

A no querer sentirme vacío cuando desapareciese de mi vida.

La desesperanza se acumulaba en mi pecho y no sabía cómo salir.

Apenas tenía ganas de salir, no tenía fuerza ni voluntad suficiente para hacerlo.

Pero no sé cómo lo hice.

Quizá por despejarme algo.

O quizá por ella.

Maldita seas, Ágata.

La ecuación de LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora