Adrián XXIII

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Su cuerpo.

Sus brazos.

Sus caderas.

Sus labios.

Sus mejillas.

Su pelo.

Sus pechos.

Sus piernas.

Su sonrisa.

Me cago en la puta.

Estaba enamorado de ella, lo sabía.

No era capaz de describir con palabras el sentimiento que me invadía en el cuerpo cada vez que su piel chocaba con la mía. Pero tenía que admitir que la forma en la que la miraba era lo suficiente para darle a demostrar lo mucho que la admiraba. Sus ojos tan brillantes que me dejan sin habla es lo único que necesitaba para poder respirar, para saber que todo estaba bien. Y sus labios, joder sus malditos labios, me volvía loco la manera en la que me besaba.

Deseaba recorrer cada parte de su piel, que fuese suya y yo la complementara. Porque lo que más amaba de ella es que aunque temblaba de miedo, era capaz de superar cualquier obstáculo. Alguien tan independiente y segura de si misma que a veces me dejaba asombrado. Me gustaba la manera que tenía de ver la vida, avispada y libre. Porque eso era lo que necesitaba, libertad. Pero, ¿cómo era posible que una persona que me acompañara me transmitiera libertad?

Quizá esa era su magia, al igual que todo su cuerpo entero.

Pero aunque la adrenalina siguiera circulando por mis venas no podía seguir así. No podía seguir ocultándole algo que debía de saber desde hace mucho tiempo. Me sentía como en esas ocasiones en las que haces algo malo pero no quieres decirlo porque tienes miedo a lo que ocurrirá después. No iba a negar que el temor a que volviera a pasar lo mismo me tenía sin dormir cada noche.

Claro que la quería a ella, pero esto tenía que parar.

La ecuación de LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora