Tristeza.

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Sentimiento de dolor anímico producido por un suceso desfavorable que suele manifestarse con un estado de ánimo pesimista, la insatisfacción y la tendencia al llanto.

Hace un año y medio.

—¿A dónde te crees que vas? —dijo mi madre detrás de mí.

Me giré para encontrarme con su figura. Unos tacones de casi quince centímetros, su larga melena rubia cayendo por sus hombros, una mirada que era capaz de mandarte al suelo. Y ante todo...Una actitud ególatra que no podía ocultarla ni ella misma.

Me había preparado para ir a la playa con Alejandro, hacia tiempo que queríamos ir y hoy le dieron el día libre en el hospital. No iba a negar que llevaba emocionada desde el martes pasado y la ilusión aumentaba con cada día que pasaba. Apenas tuve contacto con mi madre durante esos días por la acumulación de trabajo que tenía, y lo agradecí eternamente.

—Con Alejandro. He quedado con él para ver el atardecer en la playa —sonreí tratando de suavizar la situación.

Negó un par de veces.

—No me habías avisado —me miró de arriba a abajo—. Encima vas con unas pintas que no pareces ni mi hija, ¿te has visto en el espejo?

Miré el atuendo que llevaba. Una falda vaquera y un top blanco que dejaba ver mi vientre bronceado de la playa, a mi derecha colgaba un bolso negro de Chanel que me obligó mi madre comprarlo. Volví a mirarla sin entender lo que estaba diciendo.

—Bueno, yo voy cómoda. Además ahora no habrá mucha gente en la playa. Estaremos Alejandro y yo en la orilla seguramente por lo que...

—Nada. Con Alejandro no sales hoy —me dio la espalda para subir las escaleras dejándome las palabras en la boca.

Fruncí el ceño y seguí sus pasos.

—¿Por qué? Es por la ropa, si quieres me cambio.

Escuché su risa delante mía. Cuánto odiaba cuando se reía de esa manera tan déspota. El sonido de los tacones chocando contra el suelo paró y se volvió a girar hacia mí. Su figura me hacia tenerle respeto y eso era algo que envidiaba de ella. Tan alta, tan recta, tan segura de si misma.

O eso me dio a creer a mí.

—Habías quedado con Mario —sonó en seco.

Le miré sin dar crédito.

—¿Con Mario? Con Mario salí ayer, mamá.

—¿Y qué más me da? Podías haber salido ayer con tú hermano y no hoy. Así que no te lo repito más, cámbiate ahora mismo y avisa a Mario. Sus padres me han dicho que estás teniendo una actitud muy fría con él, ¿sabes cómo me sienta a mí eso, Ágata? Siempre estás pensando en ti, deberías de tener algo más de empatía.

Suspiré notando que mis pulsaciones estaban acelerándose, sabía que estaba disfrutando viéndome así. Su tono de desprecio fue cómo un latigazo para mí. No tuve el valor de gritarle pero no sé de dónde saqué el valor para contestarle.

Sabía que sus palabras de vuelta iban a doler más, pero la acción llegó antes que el pensamiento.

—Iba a salir hoy con Alejandro porque le dejaban el día libre en el hospital, porque si no lo recuerdas tienes a tú hijo ingresado ahí mismo y no te has pasado ni un puto día a verlo —escupí de mala manera.

Escuchaba el bombeo de mi corazón yendo más rápido y no iba a negar que tenía ganas de salir corriendo desde el segundo en el que solté aquello. Mi madre apenas cambió su cara tras lo que dije, simplemente bajó las escaleras hasta quedar a mi altura, sus ojos inyectados de veneno me miraron profundamente.

Tenía el miedo corriendo por mis venas y la presión bajándose por segundos.

—Si sigues así te quedarás sola. Agradece que te estoy aguantando, porque si no fueras mi hija estarías ahora mismo en la calle.

La ecuación de LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora