1. R. E. M.

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Lo primero que hago al levantarme es escribir lo último que recuerdo haber soñado. Aunque es una costumbre más bien reciente, desde pequeña los sueños siempre me han importado más de lo que deberían; al punto de sentir que solo cuando sueño estoy realmente viva.

Me sumerjo una última vez en la bañera y espero a que los fragmentos del sueño que quedó empezado en mi libreta regresen en compañía del agua.

Un minuto. Nada. Necesito respirar.

Mis ojos se abren para que desee nunca haber salido de la tina. Me hundo una y otra vez, pero sin importar cuánto tiempo permanezca bajo el agua, la extraña habitación en la que se ha convertido mi baño sigue allí afuera.

Tanto en las paredes de tabla como en la superficie, la poderosa humedad que carcome el lugar se manifiesta en una capa de moho blancuzco. Presa de un acto reflejo, me llevo una mano a la boca para no vomitar cuando el olor a vajilla usada que lleva más de tres semanas en el lavaplatos se abre paso entre mis fosas nasales.

De un solo jalón, arranco la cortina de plástico que se interponía entre la puerta y, aún con el cuerpo escurriendo, me cubro con ella para salir al corredor.

El típico bombillo parpadeante de un pasillo de hospital a media noche me hace sentir dentro de uno de esos videojuegos de supervivencia que hace algunos años eran material de pesadillas para mi hermano. El repentino llanto de un bebé aparta mis recuerdos y me obliga a ir hacia adelante.

Con el corazón en la garganta, sigo el lloriqueo del recién nacido a través del corredor de salpicaduras de sangre, como si fuera la brújula que promete sacarme de este laberinto. Me detengo frente a una puerta abierta para contemplar una escena menos alentadora: en el fondo del improvisado laboratorio, dos figuras con túnicas de hechiceros y máscaras de mosca examinan al bebé sobre una mesa de aluminio.

Antes de que pueda intentar cualquier cosa, la huesuda mano de una chica de cabeza rapada y ojos protuberantes que permanecía oculta en la oscuridad se enrolla alrededor de mi tobillo.

—¡Han venido a salvarnos! —chilla, y un ejército de figuras oscuras con cuernos de venados se abren paso entre los escombros de madera.

Me zafo de la chica moribunda y corro hacia el pasillo que me trajo hasta aquí. Ya no llevo la cortina encima, pero en estos momentos cubrirme dejó de ser una de mis prioridades.

—¡Alto ahí! —ordena uno de los recién llegados, razón por la que aumento la velocidad de mis zancadas.

Subo de dos en dos las rechinantes escaleras que antes había pasado por alto, puesto que nada puede ser peor que el caos que acaba de desatarse, y, sin saber si debo agradecerle a la suerte o a mi torpeza, tropiezo con un escalón vencido justo antes de que una flecha pase por encima de mi cabeza como una paloma. Con las palmas de las manos y las rodillas llenas de astillas y sangre, me arrastro hacia una oscuridad que parece infinita.

Ahí es cuando llega él.

Cuando una segunda flecha es disparada en mi dirección, la mano del misterioso chico que siempre aparece cuando las pesadillas se vuelven insoportables la atrapa en el aire antes de que consiga alcanzarme.

—¿Quién eres? —pregunto una vez que recobro el aliento.

—Necesito que encuentres tu brazalete —me advierte.

«¿Quién eres?», repito, pero esta vez las palabras son un eco que no sale de mi mente.

Despierto.

[ . . . ]

Con la toalla enrollada sobre mi cabeza y el uniforme desabotonado, tomo el diario de sueños que he dejado sobre la cama y me apresuro a empezar un nuevo retrato de mi misterioso protector apoyada sobre el mesón de la cocina.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora