2. Lluvia de cuervos

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—Te teñiste el pelo —sin apartar la vista del volante, papá se hace escuchar sobre Another day in paradise que recién acaba de empezar. A un lado de la palanca de cambios, descansa la ya maltratada caratula del Phil Collins Greatest Hits que tanto me arrepiento de haberle regalado.

«It's cold and I've nowhere to sleep,

Is there somewhere you can tell me?».

—Sí. Quería apartar la atención del mal corte que sufrí por no haber querido ir a una peluquería —con sorpresa, acaricio los mechones azules que caen sobre el camibuso blanco de mi uniforme.

—Me gusta —comenta mi padre con la característica sonrisa de medio lado que aparece cada vez que ya no sabe qué decir. Al menos él lo intenta.

Con los dedos extendidos sobre el cristal, intento tocar los veloces pinos que nos persiguen al margen de la autopista.

«Oh, think twice, 'cause it's just another day for you, you and me in paradise».

[. . .]

Hacemos una parada junto a una desértica estación de gasolina a las afueras de lo que parece ser un pequeño pueblo fantasma. Con una hoja del periódico extendida sobre la frente, papá abandona el antiguo mercedes color hueso en busca de alguna señal de vida. Aprovecho para dejar al compositor británico en silencio, así sea por unos minutos.

Antes de que decidiera ponerse en contacto por primera vez, papá estaba en el mismo baúl que Papá Noel y el Hada de los dientes; con la única diferencia de que no podíamos hablar de él en voz alta, ni siquiera mencionarlo. Nos abandonó antes de que Julian y yo tuviéramos la edad suficiente para recordarlo y, por el resto de los años, mi madre se encargó de que así fuera: en ningún álbum de fotografías, ni por accidente, encontraríamos una foto de papá.

No voy a negar que había noches, cuando los ladridos de las nubes hacían temblar las ventanas, en las que se me dificultaba mantenerlo fuera de mis sueños; por eso, cuando — hace ya casi tres años— un sobre que firmaba "papá" apareció en mi casillero, tuve que verificar más de una vez que no estaba soñando.

Al principio, la realista Keana de 15 años pensó que solo se trataba de una broma, de muy mal gusto, por parte de alguno de sus compañeros que provenía directamente del linaje de Satanás, así que, de mala gana, embutió el inesperado sobre en el interior de su maleta sin siquiera revisar su contenido. Por otra parte, la Keana que obligaba a su hermano a redactar su carta para Santa y que en Halloween decoraba la sala para los espíritus que vendrían de visita —la misma que hoy continúa llevando un registro de sus sueños, por absurdos que parezcan— no podía esperar por encerrarse en su habitación y apropiarse de aquella correspondencia.

Una carta de arrepentimiento escrita a mano, una antigua fotografía de mi madre, ya embarazada, en un cuarto de hospital junto a quien por primera vez le había dado un rostro a mi padre imaginario y una barra de chocolate había sido suficiente para que, con los ojos rebosados en lágrimas, llamara al teléfono que aparecía al respaldo del sobre.

Era una chica ingenua, sí, pero no tanto. Cité a papá en la entrada principal del Instituto y, tambaleándome entre el temor y el alivio, me lancé entre sus brazos como siempre había visto que hacían las demás niñas con sus padres.

El corazón, noble de nacimiento, perdona sin mayor problema; la memoria, que es mucho más rencorosa, no olvida con facilidad. No voy a mentir: odiaba a papá. Hay una parte de mí que no ha dejado de hacerlo. Que pensara que podía aparecer de la nada y remediar el tiempo que había estado ausente con un acentuado "perdón" es algo que, hasta la fecha, me cuesta comprender; sin embargo, que mi madre, quien se había convertido en un fantasma sin antes pasar por la muerte, creyera que tenía derecho a privarme de la verdad era algo que no podía seguir permitiendo. Y no lo iba a hacer.

Ir por un helado con papá después de clase cuando mi madre se esforzaba por hacerme creer que él era una criatura mitológica significaba estar un paso por delante de ella, y no había ningún placer que se comparara al que me producía ver a Jane Flynn desde la cima, así tuviera que regocijarme en silencio.

«Toc, toc».

Levanto la vista para encontrarme con el soleado rostro de papá, pero lo que aparece tras el cristal es un ave de inquietantes ojos rojos que lleva la noche puesta encima: un cuervo.

«Toc, toc», vuelve a golpear el vidrio con el pico que parece de metal.

No sé en qué momento se ha oscurecido. Otro cuervo ha aterrizado sobre el capó.

«¡Oah, oah!», grazna la pareja de aves que pronto se convierten en tres. Cuatro. Siete. Nueve.

Halo la manija de la puerta con desesperación, pero el rechinante carro no se abre. El cuervo que me observa de pie desde el retrovisor apuñala una y otra vez la ventana de mi lado hasta que el cristal comienza a desquebrajarse.

Ya no llevo la cuenta; los pájaros negros llueven del cielo hasta que me es imposible divisar el sol. Pronto, no queda ninguna ventana que no esté cubierta de picos, garras y plumas.

—¡Ayuda! —grito y, por miedo a que se rompa, descarto la idea de golpear el cristal con mis puños—. ¡¡Papá, ayuda!!

Me estremezco con fuerza contra el plano espaldar cuando algo, lo suficientemente pesado como para hundir el techo de hierro, arremete contra el mal parqueado mercedes. No necesito asomarme por la ventana para saber que las ruedas de la fortaleza anti-cuervos ya no tocan el suelo. Ahora que las persistentes aves negras se han ido, logro distinguir lo que parecen ser las gigantescas alas de la criatura que nos arrastra por los cielos.

Jamás pensé que el apocalipsis sería liderado por pájaros. «Puede que sea un ángel que ha venido a salvarnos», me alienta la ingenua Keana; «Los demonios alguna vez también fueron ángeles», me reprende la Keana más sabia.

El carro flotante se inclina con brusquedad hacia un lado y me voy de bruces contra el cristal. Como si la situación ya no estuviera atentando contra mi vida, la puerta sobre la que estaba tendida se abre y quedo colgando de un solo brazo como una marioneta.

Me rehúso a mirar hacia abajo. Arriba, el demonio sin rostro insiste en atravesar el cielo. No creo que mis dedos resistan mucho más; tendré que abrazar el fin antes de tiempo.

—¡¿Dónde está el brazalete?! —grazna un cuervo que ha logrado volar por encima de las nubes.

—¡¿Dónde está el brazalete?! —repite otro, y esta vez me salpica la cara con un líquido negro que se escurre de su pico como tinta espesa.

«¿Dónde estás?», dedico mis últimos pensamientos al chico plateado al que solo conozco en sueños.

«Si este es un sueño,

¿por qué has tardado tanto? 

Si esta es la muerte,

¿por qué no me dejas soñar contigo una última vez?».

No pongo más resistencia. Justo cuando decido lanzarme al abismo, el inconfundible tacto de mi protector se enrolla alrededor de mi muñeca.

—Despierta, Keana —suplica, y en su voz mi nombre suena a redención.

[. . .]

Mis ojos se abren para ver cómo un camión, con la bocina hundida hasta al fondo, pasa a centímetros de mi nariz como un ventarrón.

—¡¡Keana!! —escucho gritar a mi padre.

Con el corazón a punto de perforarme el pecho, me giro hacia el mercedes que, a un costado de la carretera, espera junto a la gasolinera con la puerta trasera de par en par.

Encuentro un refugio en el suelo.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora