Epílogo: Los amantes del cielo [JULIAN & ZIRCON]

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~ JULIAN ~

La nota que Zircon dejó en mi mano la noche antes de la Orden se lo llevara decía que debía reunirme con él apenas recibiera mi última gema. «Qué confianza me tiene», pensé entonces; ahora voy a demostrarle que no estaba equivocado. No había forma de que me anticipara la sangriento final que la Emperatriz había preparado para la ceremonia, pero ni siquiera eso iba a evitar que cumpliera con mi cometido.

Antes de que la reina de Ensueño termina de dar su orden, tomé la daga que refulgía sobre la bandeja de cobre e hice un corte en la mano descubierta del guardia de armadura dorada. Aunque mi mayor destreza podría ser mi velocidad, sabía que al guerrero de la Orden solo le bastaba con cargar el arco que llevaba en la espalda para dar fin a mi carrera contra la muerte. Sin embargo, esperaba que la herida que le había hecho fuera lo suficientemente profunda para sabotear su puntería.

Al final, sin depender del veredicto de mi suerte, lo que me permitió escapar fue la hazaña de Rain, una ficha que no había contemplado dentro del tablero y a la que debo mi victoria.

Esperé un tiempo prudente entre unos arbustos de laurel para comprobar que mi captor estaba inconsciente o, en el mejor de los casos, muerto, y así poder volver por mi hermana, pero llegué justo a tiempo para verla desaparecer como el último latido de una vela. Lo irónico es que ahora estará a salvo en la Tierra.

[ . . . ]

Aunque no le temo a la luz del sol, siempre he preferido la comodidad que me ofrece el observar desde las sombras. Espero a que los guardias se sumerjan en la laguna y secuestro una de las túnicas doradas que han hecho bola junto a la orilla.

Después de tantos meses deseándolo, por fin puedo decir que soy un diurnense. Es como si de repente el aire que respiro le perteneciera a mis pulmones. La brisa acaricia mi pelo con cada salto que doy, y mis pies, fascinados, contemplan la posibilidad de volar. Nunca me había sentido tan vivo dentro de mi propio cuerpo.

Ahí está, la Carcel de Ensueño, o como la bautizó el pueblo: El Desbarrancadero; una torre de piedra inclinada y puntiaguda que recuerda al nido de una colonia de termitas. Sin quitarme la capota, enseño la daga dorada a los dos guardias que vigilan la entrada de la intimidante construcción.

—Me han pedido revisar la celda 13-B —les digo.

—¿Cuál es esa? —gruñe el guardia de abundante bigote de fuego.

—La 13-B —repito, y ambos se echan a reír.

—No tardes, o asumiremos que encontraste una habitación para pasar la noche —se burla el otro.

—En ese caso, será mejor que informen a la Emperatriz de mi estadía, pues no quiero causarle una preocupación que pudimos haberle evitado —miento para que los guardias se tengan que tragar sus risotadas, y aprovecho que la túnica cubre mi rostro para dejar escapar una sonrisa triunfal.

[ . . . ]

Celda 13-B ni qué cuentos, tratándose del Diurno Pierce, lo más seguro es que Zircon esté en el Calabozo. Me detengo frente al plano del laberinto subterráneo que está inscrito en medio de los primeros túneles y, para no descargarle toda la responsabilidad a mi memoria, trazo un camino de sangre sobre la palma de mi mano con la punta de la daga.

Suelto un suspiro de victoria cuando por fin encuentro el ascensor. Con ayuda de una polea de mano, como si estuviera remando, desciendo por los nueve círculos del infierno en la oxidada plataforma de metal.

Sé que he llegado al Calabozo porque, para suerte de mis brazos, no puedo bajar más. Sumergiéndola en una fuente de carbón caliente, enciendo una de las antorchas que esperan colgadas en la pared como las llaves del oscuro pasillo. Avanzo entre las celdas como quien camina en una perrera: con el temor de ser sorprendido por un ladrido y la esperanza de encontrar a su nuevo mejor amigo.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora