22. Las Tierras Altas

10 3 0
                                    

No se llaman las Tierras Altas porque sí. Parece que han pasado años desde que nos bajamos de aquel masonte con el que Fiona protagonizó una muy dramática despedida para adentrarnos en este alpe desértico que no tiene fin; o al menos, no cerca. El único camino que nos lleva a la cima es una delgada línea que rodea la montaña donde apenas cabe la mitad de las suelas de nuestros zapatos y, para empeorar –como si fuera posible–, en ocasiones nos encontramos con borrones a mitad de camino y no nos queda de otra que trepar por la agrietada roca hasta que volvemos a encontrarlo.

Siento que mis oídos van a estallar en cualquier momento y debo aguantar un llanto cada vez que observo las huellas de sangre que mis lastimadas manos dejan sobre la anaranjada pared de piedra. Como era de esperarse, Zircon lleva la delantera; le siguen Sienna y Rain, a quienes también se les da muy bien escalar, y Julian, que ha sacado bastante provecho de sus botas saltarinas. De vez en cuando, Fiona utiliza sus habilidades especiales para hacer que emerjan escalones de roca y así ahorrarse camino, pero esto parece agotarla el doble. Por mi parte, comienzo a pensar que de verdad tengo pezuñas en vez de pies y manos, y ni para qué hablar de Squirrel.

Cuando por fin llegamos a la cima, el cielo azul que nos acompañaba ha sido reemplazado por un rojizo atardecer. Fiona me ofrece su mano para levantarme, pero ni siquiera tengo fuerzas para eso, así que me arrastro hasta donde descansa el resto del grupo.

—Si las arpías te ven así pensarán que pueden comerte —la voz de mi guardián me indica que sigo viva.

—Me gustaría ver eso —esta vez es Sienna, que parece haber escuchado un chiste.

Definitivamente estoy viva.

—¿Arpías? —consigo decir después de que paso el sorbo de agua que Rain me ha llevado hasta la boca.

—¿Y entonces a quién pensaste que veníamos a pedirle ayuda? Te aseguro que el taller de Santa no se parece en nada a esto.

—No sé, a cualquier cosa que no fuera una arpía.

—A todas estas —prosigue mi guardián—, ¿dónde está Squirrel?

—Se rehusó a subir cuando solo faltaban diez metros —responde Fiona con genuina preocupación mientras acaricia a la comadreja que lleva en el cuello.

—Yo me encargo —dice Sienna, y desaparece con las metálicas garras afuera.

—Wow, esta vez sí me quito el sombrero ante la mofeta —Zircon no se molesta en disimular su risa—. Aposté una bolsa de quince soles diurnos con Reni Renacuajo a que no pasaba de la mitad —Rain abre la boca para protestar, pero decide dejarlo pasar cuando el chico águila le tiende la mano de monedas—. Son todos tuyos, hermano. Ahora, vamos por esas gemas.

[ . . . ]

Resulta que las arpías son arpías de verdad y no un simple apodo que acogió la tribu como inicialmente había pensado; después de todo lo que ya he vivido aquí, ni siquiera sé por qué me sorprende. Desde una distancia prudente observamos a las mujeres ave que mueven su plumado cuerpo al ritmo de graznidos y tambores.

—Yo hablaré con ellas —dice Zircon, y ninguno se opone a seguirlo cuando este echa a caminar hacia el frente con un paso decisivo.

Los cantos ancestrales se apagan tan pronto ingresamos por el caluroso túnel de antorchas. Ahora que estamos más cerca de las intimidantes criaturas, logro tener una visión más clara de ellas: su cuerpo es el de una mujer con un enorme par de alas de águila bajo sus brazos; en vez de tener boca y nariz, un pico dorado emerge de sus delgados rostros con cabelleras de plumas, y aunque sus ojos son del mismo amarillo que los de Zircon, en ellos no hay nada de humano.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora