9. El Panda rojo

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Debí haber supuesto que la montaña rusa solo era el comienzo. Visitar la ciudad de los diurnenses es como adentrarse en las páginas de algún cuento de Beatrix Potter; sin embargo, en vez de animales que actúan como humanos, los personajes de esta historia son humanos con comportamientos muy... animales.

Como si estuviese parada frente a una ilustración, debo observar con sumo cuidado el paisaje que tengo delante para poder ubicar las viviendas de los ciudadanos entre la abundante naturaleza. La mayoría de los sauces, a los que delatan puertas y ventanas, esconden más de una familia entera dentro de sus troncos; diviso un par de agujeros de topo —topos humanos— que seguramente conducen a alguna residencia subterránea; pero, sobre todo, presto especial atención a lo que parece ser el modelo convencional de los hogares de Ensueño: pequeñas casas de aluminio y madera que imitan el diseño de una tienda de acampar, cada una con una huerta propia en sus jardines. Culpo a un viejo hábito cuando llevo mi mano a la parte trasera de mi sudadera, para tomar una foto con mi celular, pero el bolsillo vacío me recuerda que ya no tengo uno y que, quizá, si aún lo tuviera, no funcionaría en un mundo como este.

Por su parte, los diurnenses, de todas las edades, se muestran muy contentos ante nuestra llegada; incluso algunos vitorean a Rain y me pregunto si en algo tendrá que ver su elegante uniforme plateado, pues el resto de los ciudadanos llevan encima atuendos muy campestres: camisas holgadas, overoles de lino, vestidos con estampados florales y —muy importante—: sin zapatos. Según nos explica el guardián, las plantas de los pies de los diurnenses están hechas para soportar cualquier tipo de terreno sin sufrir mayor daño y mis pies descalzos, que hasta ahora no han presentado ninguna queja, confirman la veracidad de sus palabras. Solo quienes poseen un cargo político o sirven a Ensueño de profesión como Rain, que se entrena en la Academia para pertenecer a la Guardia Diurna, pueden usar zapatos para enunciar su autoridad.

Están por todas partes: algunos riegan las cosechas, otros toman el sol sobre las ramas de los árboles, y unos más jóvenes se lanzan desde una empinada roca hacia el estanque. A medida que avanzamos, más me convenzo de ser una forastera que se ha extraviado en un pueblo atemporal construido en medio de un bosque encantado.

—Les prometo que en un par de días ni se acordarán de la Tierra —comenta con una pícara sonrisa el joven guía mientras su túnica plateada se mece con la independencia de una bandera—. La Ciudad Diurna concentra a la mayor parte de la población de Ensueño y es, por excelencia, el hogar de los mamíferos —Ante mi cara de estupefacción, levanta su brazo izquierdo para que pueda observar nuevamente el tigre blanco de su aurora—, así que aquí se sentirán como en casa.

—¿Los diurnenses se dividen según su especie animal? —pregunto.

—Sí y no —responde—. Es decir, no es que así se haya decidido, pero en un principio familias de diurnenses que pertenecían a la misma especie se desplazaban en manada hasta que encontraban un territorio que les gustaba lo suficiente para instalarse. Y así fue como clanes enteros de reptiles, peces y anfibios optaron por lugares más húmedos, mientras que aves e insectos se trasladaron a las montañas y desiertos. Eso no significa que un diurnense de una especie distinta no pueda pertenecer a dichos clanes —aclara—. Si bien en la Ciudad Diurna los mamíferos somos mayoría, este el hogar de cientos de diurnenses de diferentes especies.

» Pronto te darás cuenta de que la aurora tiene más poder sobre ti del que te imaginas —concluye el tigre blanco, y avanza entre la multitud repartiendo estrechones de manos y sonrisas.

—¡Yo también quiero ser un guardián! —exclama un niño de rizos dorados que se esconde bajo la capa de Rain.

Por un instante, me limito a contemplar al animal de mi aurora. ¿Por qué un ciervo? Ni siquiera es uno de mis animales favoritos. Tampoco es que me disguste... Quizá no le había prestado suficiente atención. Quizá conociéndolo me conozca a mí también.

«Sé bueno conmigo», le pido.

[ . . . ]

Rain tuvo que detenerse a coquetear un rato con un par de "sirenas", que en realidad eran un grupo de chicas escandalosas, con los pechos al aire, en medio de un estanque, antes de que llegáramos a nuestro tan esperado destino.

Debemos apuntar con nuestra nariz al cielo para apreciar la descomunal edificación que se alza frente a nosotros. Sobre un grueso tronco de roble, que al mismo tiempo funciona como un espiral de escaleras, se encuentra puesta la casa del árbol más grande jamás construida: sus altas paredes están hechas de tablas rojizas que se asoman entre los mantos de hojas de otoño; alcanzo a contar por lo menos quince ventanas de diferentes marcos y tamaños y, sobre el techo de ramas, que parece la madriguera de un castor, se exhibe un letrero de madera en el que se lee "El Panda rojo".

—¿Vives en un... restaurante? —Julian, a quien se le da fatal disimular, deja que su desconcierto hable.

—Y no en cualquier restaurante, sino, y pueden confirmar con cualquier diurnense, en el mejor de la ciudad —exclama Rain con la sonrisa de un niño en navidad—. Sé que deben tener hambre, así que no sean austeros con la comida. ¡La casa invita!

[ . . . ]

Aunque mi estómago se había mantenido en silencio hasta ahora, el segundo tazón de crema de tomate que ya va por la mitad me confirma lo mucho que necesitaba comer algo. Al otro extremo de la mesa, Julian me observa con extrañeza mientras, con dificultad, termina su brocheta de champiñones y pimentones asados. Los diurnenses, en su mayoría, llevan un régimen alimenticio vegetariano. Solo los depredadores se alimentan de carne, que ellos mismos deben conseguir, para complacer a su aurora.

Por dentro, El Panda rojo es tan memorable como lo es por fuera: las mesas son tronquitos cubiertos con manteles de picnic, hay pequeñas fogatas que iluminan el restaurante mientras lo abrigan, un cielo lleno de aves de origami y paredes decoradas con retratos de animales en acuarela que ha firmado un Rain de no más de 10 años de edad.

Mi guardián, que ha reemplazado su uniforme de la Academia por un delantal con un panda rojo bordado, se mueve de mesa en mesa mientras reparte sus mejores sonrisas y toma nota de las órdenes de los clientes.

—¿Tienen alguna queja sobre su pedido? —suelta de forma irónica mientras retira nuestros platos.

—Mi único problema es que se acabó muy rápido —bromeo a medias.

—Eso se puede solucionar —dice, y toma el bolígrafo que reposaba en su oreja para tomar una nueva orden.

—¡Qué son esos modales, Reni! ¿No piensas presentarnos a tus invitados? —Una aguda voz se hace un espacio en la mesa. Es una mujer robusta y de baja estatura, su cabello rojizo permanece recogido bajo una red de cocinera y lleva un delantal igual al de Rain, pero de un tono verde chillón que contrasta con el logo del panda bordado. Junto a ella, hay una chica de indomable cabellera de fuego y unos lentes con un marco muy sesentero; sus ojos, de un verde esmeralda, permanecen clavados en el suelo; unas tímidas pecas salpican sus mejillas y un animal alargado de pelaje blancuzco, al que identifico como una comadreja, se enrolla alrededor de su cuello como una bufanda.

—Mama May, Fiona, estos son Keana y Julian. —Rain hace una pausa, que Julian y yo aprovechamos para ponernos de pie—. Bambi, Roger Rabbit, este es el resto de mi familia.

Mi hermano extiende su mano hacia la pequeña señora y, antes de que yo tenga tiempo de hacer lo mismo, ella nos estruja entre sus regordetes brazos como si fuésemos un par de cachorros que alguien dejó en una caja frente a su puerta.

—¡¡Ay, pero si son adorables!! —Exclama con los dientes apretados y las mejillas ruborizadas—. Fiona, trae dos delantales, a este lugar no le vendría mal un poco de ayuda.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora