38. La Orden Diurna

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Jamás pensé que algún día llegaría a conocer en persona a la Emperatriz de Ensueño, y es mucho más intimidante de lo que los relatos y los libros de Historia Diurna pueden dejar ver. Nuria Belladona parece la escultura de algún antiguo guerrero mitológico de rasgos andróginos: su piel es tan pálida y limpia como el mármol, una cornamenta de oro reposa sobre su plateada cabellera de Elfo y sus ojos son dos agujeros negros que se alimentan de los secretos del universo.

En medio del redondo salón de oro, Rain, Julian y yo permanecemos de pie junto al amordazado cuerpo de la líder de los atrapasueños, extendido sobre el sol de baldosas como una ofrenda divina. Detrás de nosotros, Sienna, Fiona y Mudo, como faroles que alumbran desde la distancia, observan el juicio desde los extensos bancos con forma de medialuna, desobediendo al deseo de Rain de no asistir.

Como si ya no fuera suficiente con la presencia de la Emperatriz, los once Diurnos restantes y un retrato del difunto Diurno Pierce adornado con flores blancas nos asechan desde la cima de sus podios cual bandada de buitres que esperan con impaciencia el último latido de su presa.

—Dé un paso al frente, Rain Willowgray —ordena la fantasmal voz de la Diurna más antigua que habita Ensueño. Aunque el anciano más viejo de la Orden no se acerca ni a la mitad de su edad, Nuria Belladona es el retrato de una juventud que se ha inmortalizado en el tiempo—. Esta es la segunda vez que osa pisar este suelo sagrado en menos de un solsticio

—Prosigue la Emperatriz—. Si promete hablar solo con la verdad, no tendremos que llamarle también la última. Así que, joven Willowgray, escoja sabiamente sus palabras.

[ . . . ]

[ Minutos antes del juicio ]

Como Julian y yo aún somos soñadores, cuando regresamos a Ensueño despertamos otra vez en la frontera onírica, a unos metros de la imponente torre de Atmósfera, donde nos espera Rain que sí puede darse el lujo de transportarse hasta la cima sin tener que someterse al infinito espiral de escalones.

La montaña rusa no llega hasta el Palacio Diurno, así que nos bajamos cerca de los campos solares para abordar el ostentoso carruaje de la Orden que nos llevará a nuestro juicio. Aunque la carroza parece un reflejo del sol, decorada con enredaderas y flores de oro, no puedo evitar pensar que estoy tomando un pasaje directo hacia mi muerte.

Me siento en medio de mi guardián y mi hermano y, por un rato, me dedico únicamente a escuchar la melodía que componen los venados albinos con sus patas. Aunque no vamos ni por la mitad del camino, mi hermano encuentra un lugar para dormir sobre mi hombro. Rain, que hasta ahora se había mantenido distante, entrelaza su mano con la mía sobre el cojín de terciopelo y, de una forma en la que solo habla la piel, su tacto me permite leer sus pensamientos.

—Todo va a estar bien —le digo, aunque por dentro desearía haber escuchado eso de su boca.

—Gracias, Bambi, pero eso es algo que ni siquiera yo te puedo asegurar.

—Al menos estamos juntos. Todos, quiero decir —añado para disimular que mis mejillas arden como los rayos de sol que se cuelan por la pequeña ventanilla del carruaje.

—Si te soy honesto, eso no es algo que me haga particularmente feliz. No en estas condiciones. Lo último que quiero es ver a mis hermanas en esa Corte. Tampoco quiero que tú y Julian estén ahí...

—Entiendo que quieras protegernos, pero cargar con todo tú solo no te va a llevar a ninguna parte. Es algo que he aprendido a las malas. —Y, después de someterlo a votación dentro de mi cabeza, añado—: De hecho, hay algo que tengo que contarte.

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