3. El cazador

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—No sabía que eras sonámbula.

—No soy sonámbula, papá.

—Prefiero que seas sonámbula a que ese hubiese sido un intento de suicidio —con una mano sostiene el volante y con la otra, el cigarrillo que sopla humo por la ventana—. ¿Quieres uno? Se me olvidó preguntarte.

—Primero te opones al suicidio y luego me ofreces un cigarrillo —me hundo en el espaldar de mala gana—. A todas estas, ¿qué haces fumando? Pensé que ya lo habías dejado.

—La relación del cigarrillo y la muerte no es tan estrecha como nos la venden; por el contrario, fumar hace que la vida sea más llevadera —apaga el cigarrillo contra el marco de la ventana y deposita la colilla en la apretujada papelera del carro—. Además, estuve a nada de presenciar cómo un camión casi te pasa por encima, estoy en todo mi derecho de fumarme uno.

—Ya te expliqué —lo miro fijamente a los ojos—: estaba en el carro y... bueno, ni siquiera recuerdo haberme quedado dormida.

—Eso es lo que pasa cuando te duermes —me interrumpe.

—Como sea —prosigo—, todo era tan real... Primero solo había un cuervo, pero luego llegó toda una bandada; era un festín de cuervos, había cuervos por todas partes y... un cuervo gigante, o un demonio, no sé, aterrizó sobre el techo del carro y...

—Ahora empiezo a entender. No eres fan del cigarrillo, pero sí de otras sustancias —me observa por el rabillo del ojo.

—¡Papá, esto es serio! —me enderezo.

—Kea, todo parece indicar que has sido víctima de una pesadilla.

—Conozco mis pesadillas, yo misma las escribo —le enseño el bolígrafo y el maltratado cuaderno de cuero que reposan sobre mis piernas—. Esto... Esto es diferente.

—¿Por qué es diferente? —pregunta por seguirme la corriente, porque ahora toda su atención está puesta en la carretera.

«Porque ninguna pesadilla había intentado lastimarme de verdad hasta ahora», respondo en mi mente, con el diario temblando entre mis dedos.

—No, tienes razón, todo fue una pesadilla —consigo decir finalmente, y recuesto mi cabeza contra el vidrio esperando que no vayan a llover más cuervos.

[. . .]

Esta es la primera vez que pongo mis pies sobre el hogar de mi padre. Todas esas veces en las que dijo que vivía lejos de la ciudad, jamás pensé que de verdad viviera tan lejos: casi tres horas en carro, sin contar los veinte minutos que perdimos en la gasolinera.

—Esta también es tu casa, cariño —dice mientras se echa mi morral al hombro y desaparece por las escaleras—. Perdona el desorden —su voz flota por el segundo piso de la cabaña de madera—, el problema de vivir solo es que no hay nadie más que te ayude con el oficio.

Papá vive en la casa de los sueños de cualquier guardabosques de tiempo completo; aunque la niebla nos vigila a través de los empañados ventanales, la sofisticada construcción de madera nos brinda el abrigo de una fogata con leña de sobra.

Sin quitarme las botas —no parece que papá lo hiciera—, avanzo por la alfombra que deja ver las huellas de los días lluviosos. Me detengo frente a una lámpara de gas que ilumina lo que parece ser el polvoriento santuario de mi padre: sobre la pared se exhibe una vieja caña de pescar, una fotografía enmarcada donde se le ve sonreír con una escopeta entre las manos y una amplia colección de cabezas de animales que le produciría pesadillas a Shauna.

—Para ser una vía poco transitada, te sorprendería la cantidad de animales que terminan debajo de la llanta de un carro —me sobresalto al escuchar a papá detrás de mi nuca.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora