8. El mundo de los sueños

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Mi sábana de estrellas, un improvisado fuerte de almohadas y una linterna con baterías era todo lo que necesitábamos para creernos los dueños del universo. Podíamos pasar horas observando las siluetas de sombra que protagonizaban cualquier relato que escribiera con mi imaginación, y mi recompensa era irme a la cama con el recuerdo de la sonrisa de mi hermano.

"¿Qué pasa, Jules?", pregunté una noche en la que no parecía entretenido con el juego. Después de un largo silencio, consiguió hablarme de aquello que le incomodaba tanto: "Hoy... cuando intenté jugar con Humbert no... no se movió. La señorita Jenkins dijo que solo necesitaba descansar y que mañana volvería a estar igual que siempre, pero...''. Pero nada. Le dije que debía escuchar a su maestra y que todo estaría bien por la mañana, porque así sería. Al día siguiente, una réplica exacta de Humbert —o lo más parecida a él— ocuparía el lugar del difunto hámster y nadie se percataría de su ausencia, porque nada es indispensable.

Supongo que ese es nuestro gran problema: los humanos creemos que el mundo gira alrededor de nosotros, que tenemos la última palabra, cuando lo cierto es que importamos tanto como un hámster, o un insecto. Aceptamos la existencia de la muerte como algo ajeno, como algo que no nos pasará sino hasta dentro de mucho tiempo y aun así guardamos la esperanza de que quizá ese día nunca llegue. Ignoramos que, así como un día estamos aquí, al otro fácilmente podríamos no estarlo y siempre habrá alguien dispuesto a ocupar nuestro lugar.

A veces, cuando pienso en qué nos pasó llego a la conclusión de que no tiene que haber otra razón distinta al tiempo. El tiempo, eso fue lo que nos pasó.

Sin embargo, recuerdo que ahí, bajo nuestro propio cielo estrellado, entre las sombras vivientes y las contagiosas risas de mi mellizo, me permitía pensar que importaba, que era necesaria e irremplazable y, sobre todo, que el tiempo jamás me alcanzaría.

[ . . . ]

Despierto tendida entre un frío mar de grama que acaricia cada centímetro de mi piel, y no estoy recurriendo a la poesía: el césped de verdad se mece alrededor de mi cuerpo como si fuese una alfombra de algas marinas. El cielo, apenas visible, se refugia tras los gigantescos palacios de nubes que parecen estar más cerca del suelo que las mismas montañas.

Por respeto al pasto inquieto, me deshago del viejo par de tenis que me acompañaban a mis entrenamientos. No hay señal de mi hermano ni de mi guardián. Con los zapatos colgando de los cordones entre mis manos, me adentro en el naciente bosque de pinos que me llama entre murmullos. A no ser que el origen de las voces se esconda entre los árboles, pareciera que los viejos troncos, llenos de secretos, mantienen una conversación en voz baja entre ellos.

Tardo en darme cuenta de que, como si fuesen camaleones, las puntiagudas hojas de los pinos adoptan el color del cielo hasta que me veo en medio de un valle de ramas desnudas. Me acerco a un tronco e inclino una de las ramas hacia mi nariz; nunca había tenido el cielo en mis manos, y mucho menos pensé que olería a pino. De repente, me siento como una Alicia que no es digna de haber descubierto el País de las maravillas.

Es demasiado tarde cuando escucho el sonido de una rama al quebrarse. Me cuesta respirar dentro el tornado de pelaje blancuzco en el que me veo envuelta; dejo caer el par de tenis que colgaban de mis dedos y, unos segundos después, también los sigo hasta el suelo.

Aunque me es imposible mantener los ojos abiertos, entre mis pestañas temblorosas logro captar el momento en el que el remolino de invierno se transforma en una figura que, a simple vista, podría parecer humana. «O es un ángel, o es la Muerte. O ambas».

—Vaya, vaya... ¡Pero qué tenemos aquí! —exclama con una alegría exagerada que traspasa la demencia.

La criatura que me miraba desde el cielo se agacha para que nuestros ojos queden a la misma altura. Es, sin duda alguna, la chica más hermosa que he visto: su rostro parece haber sido moldeado con nieve, sus ojos refulgen con la misma ferocidad de una daga de plata recién afilada y, ahora que no permanece escondida bajo el abrigo de lobo blanco, su larga cabellera de guerrera se bate con la fría brisa. Es la personificación del invierno...

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora