4. Atrapasueños

205 13 11
                                    

—¿Por qué tardaste tanto en buscarme? —pregunta una Keana de flequillo el día de su cumpleaños dieciséis mientras, sin apartar la vista de su padre, entierra sus labios en un helado de pistacho.

—Tenía miedo de que no quisieras verme —responde él tras borrar las gotas de chocolate que se arrastraban por su barbilla recién afeitada—. Sabes de primera mano que tu madre y yo no quedamos en los mejores términos. No solo daba por hecho que ella te había puesto en mi contra, sino que me convencí a mí mismo de que tú y tu hermano estaban mucho mejor sin mí.

—De todos mis sueños, conocerte era el que más se repetía. —La cumpleañera se reclina sobre la mesa para poder acariciar la carrasposa mejilla de su padre.

—Un sueño menos para la lista —brinda con el cono, pero su rostro permanece oculto bajo los egoístas rayos de sol que se abren paso entre la vitrina.

[. . .]

Mis pensamientos son botes sin velas en medio de la tormenta que se ha desatado dentro de mi cabeza. Dejo de preocuparme por entender y actúo bajo una única premisa: sea quien sea el hombre que tengo tras mi espalda, no le temblará la mano para asesinarme cuando se canse de jugar conmigo.

Cinco años consecutivos en el equipo de atletismo, además de ser lo más cercano a una terapia que me he permitido, me dotaron de destreza y extremidades elásticas. Traigo mi rodilla hacia el vientre para luego descargar mi talón en la entrepierna de mi captor.

—¡Piensa bien lo que vas a hacer, Keana! —suelta entre dientes mientras se retuerce como un bicho al que han rociado con un insecticida. Aunque aún siento la presión sobre mi cuello, aprovecho que ya no tengo sus manos encima para huir fuera de la cabaña.

Sin importar cuántas veces fuerce el seguro, la puerta no se abre. No pierdo mucho tiempo; tomo un candelabro de bronce que ilumina la entrada desde una angosta repisa y corro hacia las escaleras. Cuando voy por la mitad de los escalones el apretón de quien decía ser mi padre me arrastra al suelo desde mi tobillo. Con la mano llena de lágrimas de cera caliente, observo como el borroso objeto dorado que me brindaba protección rebota hacia la primera planta.

—No te conviene desafiarme —me advierte el hombre que tengo encima—. Si haces lo que te digo no tendré que lastimarte.

—¡¿Quién eres?! —debo empujar cada una de las palabras que se rehusan a salir de mi boca.

—¡Pero qué dices, Keana! —se burla—. ¡Soy yo, tu padre!

Intento quitármelo de encima con una sacudida, pero eso solo hace que me sostenga con más fuerza. No voy a llorar. Él no merece mis lágrimas.

—¿Qué es lo que quieres? —escupo.

—Qué bueno que preguntas —sin soltarme las piernas, levanta su peso de mi espalda para que pueda mirarlo a los ojos. Me giro sobre los escalones para contemplar el rostro que tantas veces me ofreció consuelo—. No quiero que pienses que los últimos años no significaron nada para mí. Aunque no lo creas, de alguna forma, me encariñé contigo. Sin embargo, debes tener presente que todo amor es interesado.

—¡¿Qué es lo que quieres?! —insisto.

—Tu aurora —concluye—. Entrégame tu aurora y haremos como que nada de esto sucedió. Incluso, podemos terminar de pasar un fin de semana inolvidable.

«Mi aurora, el brazalete del que me habló Rain...»

—Pronto tendrás 18 —No puede disimular su impaciencia—, así que tu madre debió...

—En mi morral —miento—. El brazalete está en mi morral. 

Se ríe.

—Qué extraño, me aseguré de revisar muy bien tu equipaje cuando lo descargué en tu habitación y no recuerdo haber visto ningún brazalete.

EnsueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora