Serra.
Si hubiera un color para definir mi vida en estos momentos no sería el otro que el gris en todos sus tonos. Es irónico, estoy rodeada de un paisaje que cualquier persona catalogaría como maravilloso. Cielo despejado, brisa que trae el olor de tierra agradecida vistiendo su nuevo manto verde. Los rayos del sol son una caricia sobre mi piel. Todo irradia vitalidad, mientras yo me siento marchitar. Cuerpo y mente los tengo atorados a este estilo de vida forzada que cada minuto se hace más difícil mantener.
Hace cinco días no lo veo, desde nuestra última discusión en bodegas desapareció de la villa. No es que quiera tener esos iris verdes clavados en mí, o que sus palabras me duelan cada vez que deje claro que solo soy una sirvienta para él. Simplemente, me preocupa, aunque cueste admitirlo, mi piel se eriza al pensar que le pudo ocurrir algo.
Fui yo quien decidió parar esa farsa que no iba a llegar más allá de su cama. Fui yo quien se obligó a creer que esto que arde en el pecho se supera fácil. No podía estar más equivocada. Mi corazón culpa a la razón, y a su vez esta me agradece por alejarlo junto a su mundo lleno muerte. Yo lo culpo a él, por esos labios hábiles que se carga, por ese aroma que envuelve y se queda pegado en mi nariz, por esa endemoniada forma de saborearme como si fuera el mejor vino que ha probado.
—¿Qué piensas, hija? —la voz preocupada me sobresalta—. Llevo tiempo a tu lado, ni siquiera has notado mi presencia.
—Lo siento, abuelo. Estaba mirando el paisaje.
—La belleza de estas tierras es algo difícil de ignorar, pero te conozco. Sé que no es eso lo que te atormenta, Serra.
La afirmación se escurre en el aire. Intento decirle que está equivocado, pero la vergüenza no admite mentiras a la persona que más amo en el mundo. Tiene ese resplandor en los ojos que me recuerda a los de mi padre; cuando buscaba en mí la confesión de que había manchado de pintura sus papeles de trabajo, por ello, reacciono como solía hacerlo. Le beso la sien, paso la mano por sus cabellos y hago un puchero que le deja claro la verdad, y a la vez, que no es nada.
—¿Qué traes allí?
Señalo la bolsa negra que carga con tanta delicadeza, en un intento de que olvide el tema
—Es una postura de La Corvina, la llevo al invernadero para probar un nuevo fertilizante en el que he estado trabajando ¡Este año quiero que la vid vista con las uvas más grandes y jugosas que estos ojos hayan visto!
—Te acompaño, mi trabajo aquí ha terminado.
—Será un honor, cariño.
Paso la tarde junto a él. Giorgio Vitale es como medicina que cura el alma. Aligera el peso en mi pecho con sus charlas, y me hace adorarlo más con cada sonrisa y gesto compresivo que me brinda como si muy en el fondo supiera que hay algún pedazo roto en mí, necesitado de las arrugas de sus manos para que realice reparaciones. Aunque su ungüento se esparce, hay rincones de mi ser donde par de ojos verdes imperan, y allí la sensación de bienestar no es efectiva.
Cuesta sacarlo de mi mente. Creer que su respiración nunca torturó mi piel sería otra falacia que mi nivel de raciocinio se obliga a olvidar. Las horas transcurren, sigo atorada en el mismo espacio donde cada acción que ejecuto mantiene la inconsciencia bordada por la esperanza de verlo.
No dudo en ir a la mansión después de cenar, no podré dormir en paz sin saber dónde está Angelo. Encuentro a Marie secando la vajilla con una rapidez innata y gesto compungido. Su mirada está clavada en el periódico que tiene al lado. Un escalofrío recorre mi cuerpo, sé que le gusta leer sobre tragedias y muertes.
—¿Alguna noticia turbia y extravagante?
Intento sonreír, pero el resultado es una mueca nerviosa. Ella alza sus ojos, noto en ellos una cautela extrema antes contestar.
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Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).
Teen FictionAngelo Carosi regresa a Verona después de doce años para reclamar lo que le pertenece. Está dispuesto a llevar su apellido a la cima de vinicultura, creando el mejor vino de Italia. No le importa a quién deberá aplastar, sea enemigo o su propia fami...