Capítulo 37: Corazón bueno.

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Luca.

«Angelo la puede matar, sé que lo haría»

El terror en los ojos de Marie confirma que ella también lo cree capaz. Está frente a mí, con la mirada anclada al suelo, y el temblor creciente en las manos manchadas de sangre. El olor fétido se desprende de ellas. Debe sentirse asqueada, sin embargo, siente tanto temor que desde que la traje hasta mi habitación no ha hecho más que estremecerse.

Me acerco, pero instintivamente retrocede. Su repuesta corporal me molesta, últimamente todo en ella lo hace.

—No te voy a hacer daño, Marie; puedes confiar en mí.

Aunque se resiste logro alzarle el rostro tomándola de la barbilla. Sus iris avellana parecen estar presenciando una película de terror, o tal vez rememorando una. Algo me dice que a pesar de estarme mirando, no me ve a mí. «No sé qué hacer» En condiciones normales, nunca he consolado mujeres, demás está decir que esta situación se escapa totalmente de mi control.

—¿Qué pasó? Tienes que contarme para poder ayudarte.

Acaricio el contorno de sus pómulos, arrastrando las lágrimas silenciosas que corren sobre este. La yema de mis dedos se pasea por el baño de pecas que los adorna. Intento calmarla, pero su mano toma la mía y la aparta. Vuelve a alejarse. Sé muy bien lo que vi en el filo de su mirada; fue asco. Me mantengo en el lugar, el aire es cada vez es más tenso. No quiero agobiarla, no quiero que las dudas o el enojo que me asaltan se incrementen. Ella se obliga a respirar lento y pausado, hace puños sus manos y, después del suspiro más triste que he escuchado en mi vida, vuelve a mirarme.

—Quisiera lavarme las manos, señor.

Es lo único que comenta. El silencio entre ambos lo araña varios segundos. Asiento, le indico el sitio y espero a que salga. Sus pasos al regresar son vacilantes. Se detiene a distancia prudente. Reparo en las marcas rojizas de sus mejillas, los labios húmedos, la impaciencia al recorrer la costura del delantal a la altura de sus dedos.

—¿Estás mejor?

—Sí, señor Luca.

La voz le sale en un hilo. Se niega a mirarme a los ojos, por lo que me le acerco sin tacto ninguno «Me teme, no quiero ser el terror de nadie»

—¿Puedes decirme qué pasó? —ella niega—. Marie, necesitas contarme, te aseguro que Angelo no te hará daño.

—No sabe lo que dice, señor. Sé del tipo de hombre que es su hermano, de su mundo. No puede asegurarme nada.

—¡Sí puedo! Solo necesito que me ayudes a entender. Deja de tratarme de usted; hay confianza entre nosotros.

—¡Entre nosotros no hay nada! Todo es un error, trabajar aquí, estar cerca de ti, aquel beso...

Cubre su boca con las manos como si las últimas palabras fueran parte de un sacrilegio; tal vez lo sean, una maldición irrevocable para ambos. También lo recuerdo, aquel arrebato que me causó robarle el aliento, mis manos contra sus carnes, el fuego que me corroyó el deseo. No comento nada, ese tipo de pensamientos está de más entre ambos.

—Quiero renunciar -dice logrando que me enoje más.

—No puedes, ¿dónde encontrarías otro trabajo? Te recuerdo que tienes un hijo enfermizo, eres madre soltera, no puedes abandonar el puesto o no tendrás nada que llevarle a la boca.

Ella agacha la cabeza con vergüenza, y yo me recrimino mentalmente por la crueldad en mis palabras. No sé qué me pasa, pero pensar que se marcha saca esta parte egoísta de mí que por alguna razón se niega a soltarla. Esta situación es absurda, ella lo es; y yo soy el que lleva la corona de la estupidez.

Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora