Angelo.
Siento la carcajada de la muerte en los oídos, áspera, burlona. Niego una y una otra vez mientras estaciono frente al hospital. «No tenía que haberme marchado sin ella». Corro por los pasillos blancos, el corazón quiere salirse del pecho. Ignoro a las enfermeras que intentan detenerme, poco importa que me crean loco «No debí darle ese tiempo que pidió para hablar con sus abuelos después de la encerrona de Bianca». Voy directo a la sala de espera, necesito saber que ella está bien. Antes de entrar Adler me intercepta; ejerce presión sobre mí intentando apartarme de la puerta. Huele a humo; me percato de su aspecto, sudado, con los ojos enrojecidos, las marcas de ollín le surcan la piel y ropa.
—No es momento de actuar como animal, Angelo; allí dentro está su familia.
—¡Necesito verla!
—Nadie puede, está en la sala de emergencias. ¡Cálmate! —vuelve a empujarme lejos de la puerta—. No nos conviene más escándalo, menos delante de sus abuelos.
Intento respirar profundo como si el olor antiséptico en el entorno pudiera calmarme. Miro a Adler y asiento; fue quien llamó para avisarme del incendio. La descuidé medio día; ¡solo por medio día, carajo!. No sé cómo las ratas se atrevieron a llegar tan lejos, cómo sabían de la caseta de dibujo de Serra.
—Bien, vamos —digo controlando el volcán que estalla dentro, poniéndome la máscara fría que todos conocen.
Entramos al lugar, hay varias personas; los Vitale están al fondo; junto a Marie, quien camina de un lado al otro, mordiéndose las uñas; no tarda en percatarse de mi llegada.
—Señor Carosi, ya está aquí —me mira esperanzada; es la primera vez que lo hace desde el incidente de la caja.
—Señor, no era necesaria su presencia —dice Anna.
Está pasando su mano por la espalda encorbada de su esposo, quien mantiene los brazos apretados contra el pecho en gesto de rezo.
—No podría dejar de venir, señora Vitale. ¿Cómo está? ¿Qué sucedió?
Ella endereza cada músculo de su cuerpo, mi relación con su nieta no le gusta, lo sé; lo concidera una ofensa a lo que la tradición entre ambas familias dicta; a lo que ella cree con tanta devoción. No he tenido oportunidad de expliacarle que lo nuestro no es ni capricho, ni adulterio, ni sacrilegio, que amo a Serra y haré lo que sea para mantener intactos su honor e integridad como mujer. Sin embargo, me frena ese mirar duro y adolorido al que guardo respeto.
—El olor a quemado se sintió desde la cocina; Serra estaba conmigo —explica la pelirroja—, fuimos a ver de dónde provenía, era la caseta de su madre; salió corriendo hacia ella y yo fui a pedir ayuda. No debí dejarla sola.
—Hiciste bien —admite Anna—. No sabemos cómo ocurrió el incendio, señor. Cuando llegamos, en la caseta las llamas crujían. Nadie podía entrar, pensé que mi nieta no saldría de allí, hasta que Carlo la sacó en brazos, los dos con quemaduras y ella inconciente.
—Los hombres que estaban de guardia y el señor Adler lograron controlar el incendio hasta la llegada de los bomberos y paramédicos; no se extendió mucho por el pasto —continúa Marie—. Solo queda esperar el diagnóstico de Serra. Carlo está bien, tiene quemaduras de primer grado, pero nada grabe, le están administrando oxígeno por el humo que inhaló.
Asiento, el nudo amargo se agranda en mi garganta. El momento es desesperante a la par de deprimente. Giorgio no ha levantado la cabeza desde que llegué, el silencio deja audible su súplica envuelta en murmullos. No sé si los dioses sean capaces de resolver algo, si su fe sea más grande que la realidad que nos hunde; pero por lo menos él hace algo; en cambio yo; no he hecho nada.
Los minutos nos toman, los siento eternos, punzantes. Un doctor azoma por el pasillo poniendo a todos alerta.
—¿Acompañantes de Serra Vitale?
—Nosotros —digo y él se acerca
—La paciente presenta quemaduras de segundo grado en antebrazos y manos; solo una es de tercer grado en la pierna derecha; las curas se han aplicado. El mayor daño está en las vías respiratorias; la pasiente inhaló mucho humo con toxinas peligrosas, dado a la pintura que había en lugar. Lamento comunicarles que no ha salido del estado de inconciencia; la entubamos y le estamos proporcionando oxígeno para limpiar dichas toxinas. El daño pulmonar no es severo, sin embargo, no se puede estimar el tiempo que pase en coma.
—¿Coma? —se levanta Giorgio encarando al doctor—. ¡No, qué dice, doctor, mi niña no puede estar en coma!.
—Su estado no llega a ser crítco, señor, pero si delicado. Es normal en pasientes que se exponen a tanta cantidad de humo.
No puedo pensar en otra cosa que no sea el escenario en el que se vio envuelta. La caseta no tiene el techo muy alto, es una habitación pequeña, las pinturas y lienzos deben haber ardido rápido. Tuvo que ver su arte, su libertad, sus recuerdos, consumirse sin que pudiera hacer nada. Giorgio sigue exigiendo al médico que haga algo, contrae su brazo izquierdo contra el pecho cada vez con más fuerza, la cara se le transforma en una mueca de dolor que lo hace soltar un quejido.
—¿Se siente bien, señor Vitale? —pregunta el doctor antes de que el anciano caiga al piso.
Las convulciones no tardan en sacudirle el cuerpo. Todos vamos hacia él para ayudarlo pero el doctor pide que nos apartemos. Un equipo no tarda en llegar, está sufriendo un infarto. Marie socorre a Anna que se derrumba entre soyosos, esta situación va de mal en peor. Adler me mira, pasa las mansos por su rostro, en gesto de desesperación. Los doctores logran estabilizarlo, segun ellos, a tiempo; se lo llevan a emergencias en una camilla.
No puedo dejar de verla, de sentir la sombra de la desgracia cerca de los Vitale; otra vez.
ESTÁS LEYENDO
Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).
Teen FictionAngelo Carosi regresa a Verona después de doce años para reclamar lo que le pertenece. Está dispuesto a llevar su apellido a la cima de vinicultura, creando el mejor vino de Italia. No le importa a quién deberá aplastar, sea enemigo o su propia fami...