Capítulo 48: Promesa.

61 11 8
                                    

Angelo.

El sonido de las máquinas ancladas a su vida son eco entre las cuatro paredes que se derrumbasen encima de mí, su peso asfixia, comprimen la fuerza, desean arrebatar mi esperanza. No hay respuesta, no hay alivio, no hay más que el latido devastador de mi corazón anhelando que ella abra los ojos. Los susurros, como arpías, invaden mis pensamientos; gritan que esto también fue mi culpa; exigen quemar viva a Bianca; y luego degollarme en medio del viñedo. Si Serra despierta, y ya no estoy en este mundo, le estaré haciendo un favor, a ella, a todos. Presiono su mano, quiero creer que en algún lugar de su sueño percibe mi tacto, mi aroma, mi desespero a que abra los ojos. Vuelvo a besar los dedos; ¿qué pasa si no quiere regresar? Si en ese sitio está rodeada de pinturas y caballetes, si se siente libre, sin cadenas de sangre y vino que la aten a mi legado. Sin el chirrido de la muerte acechando su espalda; sin mí… 
Escucho cómo la puerta se abre, el primer instinto es soltar su mano, pero no lo hago. No quiero que esto siga siendo un secreto. Anna se coloca a mi lado; el brillo despectivo en sus ojos juzga todo lo que soy. Me pongo de pie, ella alza el mentón.
—¿Sucedió algo con el señor Giorgio?
—No, se mantiene estable, pero podría decirse que en este ataque perdió más de diez años de vida.
—Lo siento, Anna.
—No, señor Carosi; deje esa mentira en el cajón donde guarda las que le dice a mi nieta para que sea su amante. 
—Serra es más que eso. Entienda que mis intensiones con ella…
—Sí, ella es mucho más, es quien ha desgraciado mi familia junto a usted —a su voz prepotente se unen las lágrimas—. Una Vitale, una hembra después de generaciones completas de machos, es una maldición de los dioses. Siempre lo supe.
—Si busca un culpable, ese soy yo; le pido de favor que no pisotee más a Serra; usted no entiende, lo ve como capricho; pero yo la amo. Olvídese de maldiciones, porque aquí yo soy el villano. 
—¿Está seguro? —ella me observa asombrada—. Algo así no cave en nuestras tradiciones.
—Su nieta es mi delirio, Anna. Si quiere creer en lo mítico pues hágalo; pero agregue al repertorio que esa Vitale, esa hembra, se hizo para mí, es mi maldición; y juro acabar con cualquiera que ose quitármela.
Ella da un paso atrás, mi postura la intimida. El fervor de la sangre araña mis venas. He reprimido demasiado, he aguantado al demonio. Estoy harto de que la mierda se siga acumulando, no voy a dejar que me ahogue. Miro por última vez el cuerpo dormido, tengo el atrevimiento de acariciar un mechón de su cabello delante de los ojos de Anna. Voy camino a la puerta, necesito hablar con Adler.
—Giorgio quiere verlo —dice antes de que salga—. Sabía que usted estaría aquí; él desea hablarle —asiento antes de salir. 
Hago la llamada; la situación con la policía aún no se acopla, exigen verme; los reporteros rodean la villa, hay varios esperando en la salida del hospital. En el foso todo está tranquilo; pero no me trago tanto sosiego. Es noticia lo ocurrido en mis dominios; cualquiera puede estar preparando un golpe. El traidor sigue allí, aprovechará cualquier tambaleo para derrumbarme. Pido reforzar la vigilancia; que nadie entre o salga de la mansión. Sobre todo Bianca, con ella tengo que saldar esta cuenta. 
Toco la puerta antes de entrar a la habitación de Girorgio Vitale. Si no fuera porque sus ojos me observan y una sonrisa ladeada asoma en la comisura de sus labios diría que estoy frente a un cadáver. La vitalidad ha abandonado su cuerpo; ahora entiendo las palabras de Anna; ahora entiendo por qué quiere verme.
—¿Cómo se siente, señor?
—No muy diferente a como llevo sintiéndome hace varios años —se encoge de hombros—. La única diferencia es que aquí no tengo el aire del viñedo regalándome su vitalidad.
—¿Sigue pensando que esas tierras son mágicas?
—¿No lo crees tú, Angelo? —niego, percibiendo cómo mi fortaleza tambalea.
—Ya no sé qué pensar, Giorgio.
—Has pasado por cosas peores, ¿qué hace este incidente diferente para derrumbar la fe de un Carosi?
Los iris de esa tonalidad tan característica en los Vitale dan la respuesta; hacen resemblanza a los ojos vivos donde se escurría el sol del amanecer en mi cama. 
—Ella hace la diferencia.
—Siempre estuvo allí, Angelo. Cuando nuestro mundo se derrumbó estaba allí, era una chiquilla, una que le tocó vivir lo peor que un niño pueda presenciar.
Miro al techo, el ardor tranca mi garganta, las manos amenazan con un ligero temblor entendiendo lo que vine a hacer aquí. 
—¿Considera que no la merezco?
—Para este viejo nadie lo hace, nadie merece un espíritu tan hermoso como el de mi nieta.
—No fue mi intención, Giorgio, simplemente pasó. De un momento a otro absorbió todo lo que era, hizo que me planteara cada uno de mis objetivos, así como si merecía la pena seguir vivo. Si usted me lo pide yo…
—No mientas, Angelo, aunque yo te lo pidiera, tú no dejarás a Serra. Por más que la deuda que sientes conmigo y con Anna te duela, te avergüence, no lo harías.
Me mantengo en silencio, él aprovecha esa pausa para observarme. Ya no hay brillo en sus ojos, son ventanas vacías y cansadas. Aún así sonríe, a pesar de todo lo que sabe que soy, de las deudas que cargo, del daño que puedo seguir ocasionando al resto de su familia, Giorgio Vitale sigue sonriéndome como lo hacía con su propio hijo.
—Nunca la vi tan feliz, si te soy sincero —continúa—. El amor es capaz de cicatrizar hasta las más deplorables heridas, ustedes son testigos de ello. No quiero que la dejes, te exijo que sigas a su lado, que la dejes cumplir sus sueños, que la dejes amarte, Angelo. 
—Lo haré, Giorgio, juro que lo haré —no puedo evitar que las lágrimas caigan por mi rostro.
—Sé que lo harás, pero antes tienes que prometerme que le dirás la verdad. Es de la única forma en que ambos serán felices.
—Giorgio…
La petición hiela mi sangre, paraliza cada sentido, por mi mente pasea esa verdad, esa responsabilidad tan oscura que cargo en las memorias que deseo olvidar. Sería una ruleta rusa, una en la que podría perderla por siempre.
—Por favor; merece saber, y tú mereces su perdón.
—¿No fueron doce años suficiente castigo? ¿No perdí demasiado ya, Giorgio?
—Esa es mi última voluntad, Angelo, lo único que te he pedido. Les doy mi bendición, sé que también superarán esta prueba —niego inconforme, esto es pero que una puñalada directa al corazón—. Júralo, por favor; no tengo mucho tiempo, alguien debe irse para que otro vuelva.
—¿Pero qué dices Giorgio?
—Solo, júralo, yo hablaré con Anna.
Su mano hace el esfuerzo de alcanzar la mía, la tomo, está fría, sin fuerza en el agarre que intenta dar. También llora, detesto esta vida ensañada conmigo, impidiendo que conserve cada cosa buena que me ha pasado. Cuando tuve conciencia de quién era, de lo que implicaba ser un Carosi, me creí un emperador, un artista del vino; un hombre hecho para triunfar, para brillar; pero no; la realidad tenía otro plan sucio; uno bañado de sangre y gritos. Es lo que soy, y aparentemente sigo sin merecer nada.
—Lo prometo, Giorgio.
Él vuelve a sonreír. A pesar de haber marcado nuestro destino, se ve alegre.

Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora