Capítulo 53: Verdad.

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Serra.

Recuerdo la primera vez que vi a Angelo. El calor en mis mejillas al contemplarle el cuerpo semidesnudo. "Es un ser extraordinario", pensé; especulación que al instante se esfumó cuando la herida en su hombro quedó expuesta. El verde en sus ojos me retó, aseguró que si no mantenía la boca cerrada él era capaz de cocérmela. Peligro y sensualidad, eso destila Angelo Carosi. A veces me pregunto, cómo caí en sus garras, cómo lo dejé envolverme en su manto de tinieblas; la respuesta es clara; es imposible no sucumbir ante un dios pagano.
Peino mi cabello, la humedad en sus hebras desprende aroma a fresas. El espejo devuelve la imagen de una mujer insegura, usando un vestido mangas largas para ocultar marcas en los brazos. Intento deshacer el susurro del miedo, el temor de ya no gustarle como solía. Resalto el rojo en mis labios con un brillo labial; los pensamientos intrusos impiden que sonría, o me sienta hermosa.
Tocan a la puerta, mi abuela entra. Su gesto se endurece, repara mi aspecto.
—Pensé que estarías en la cama —dice cruzándose de brazos.
—Saldré un momento —me veo en el espejo por última vez—. No tardaré.
—Solías ser discreta cuando te escabullías a verlo, y tus mentiras más convincentes, Serra.
La encaro ante su reproche. Está molesta, odio esa mirada; es como si gritara que cada una de mis decisiones está errada.
—No hay necesidad de esconderme. Todos saben que Angelo y yo estamos juntos.
—Es algo que podríamos cambiar —se acerca y toma mis manos—. Hija, eres lo único que me queda; deseo lo mejor para ti; y eso no es Angelo Carosi, no es esta villa.
—¿Qué dices, abuela? —cuestiono asombrada—. Desde que tengo uso de razón has adorado a los Carosi, me has obligado a idolatrarlos, y ahora que por fin confío en uno, que estoy enamorada de uno, ¿dices esto?
—Eso fue antes de darme cuenta de la desgracia que trae ese hombre consigo, Serra. Hundirá su apellido y el nuestro, arruinará su legado, lo veo venir, hija. No quiero que estemos aquí cuando suceda; podemos irnos lejos, el pueblo de Carmina es una excelente opción; tengo varios ahorros y...
—¡No! —me aparto de ella—. ¡No quiero escucharte más! Hace unas semanas el símbolo de desgracia y mala suerte para ti era yo —ella cierra los ojos, mis palabras le duelen, pero me las he tragado por mucho tiempo—. Nunca tomaste en cuanta mi opinión cuando quise irme y ser libre. Yo amo a Angelo; nada lo cambiará, tienes que aceptarlo. Soy tu nieta, soy una Vitale, y los Vitale no dejan a los Carosi.
—Lamento mucho mi actitud contigo, Serra, estaba tan obsesionada en hacerte tan perfecta como tu padre... —pone la mano en su pecho, le cuesta hablar—. Prometo compensarte lo que me resta de vida. Prometo vivir por ti, déjame protegerte, ese hombre es...
—Sé lo que es Angelo —camino hacia la puerta—. Acepto tus disculpas, abuela; pero no permitiré que me alejes de quien me da ganas de seguir viviendo.
Bajo las escaleras lo más rápido que permiten mis piernas. El sin sabor en mi pecho no se alivia aun cuando el aire frío del camino azota mi piel. Odio haberla dejado conmocionada; la forma en que le hablé, pero no permitiré que maneje otra vez mi vida a su antojo. Entro a la mansión por la cocina. El silencio reina en todo el trayecto hasta llegar a la habitación de Angelo. Escucho la regadera. Me siento en la cama, el nerviosismo vuelve; distraigo mis pensamientos observando el entorno, hasta que él sale. Mi boca se seca, la piel dorada con gotas de agua rodando sobre ella, adornan la silueta del pecho fibroso y el abdomen marcado, perdiéndose en la fina capa de vello que deja ver la toalla anudada a su pelvis. Sé la majestuosidad que esta cubre, sé la magnitud, el fervor con el que me hace temblar. Quiero... Necesito volver a sentirlo. Mis pezones se erizan, y antes de que él diga una palabra comienzo a bajar el zíper de mi vestido.
—Para —pide acercándose—. Tenemos que hablar, Serra.
Hago caso omiso, alzo el rostro buscando sus ojos, perdiéndome en su verde, mostrándole el fuego lujurioso que arde en los míos.
—No quiero hablar.
El vestido cae hasta mi cintura, los senos quedan expuestos. Él mira hacia otro lado, deja escapar un suspiro con sabor a súplica. Se agacha, su rostro está a la altura del mío.
—Tenemos que hacerlo, Serra —exige, antes de mirar furtivamente mis labios.
—Después que te tenga, Angelo.
Me lanzo hacia su boca, no entiendo la renuencia que muestra, la preocupación que hay en su mirar. Llevo anhelando este momento mucho tiempo. Añorando su piel contra la mía. Todos saben que estamos juntos, ya no es un hombre casado, no hay necesidad de escondernos, de negar el deseo arañando debajo de nuestras pieles. Percibo cómo lo reprime. Detesto la tibieza en sus labios cuando sé que están hechos de lava.
—Déjate llevar; olvida los problemas, las promesas; disfrútame, que ardo por ti y quiero sentir que quemas, que me destrozas, Carosi.
Él aprieta la mandíbula, sus manos se prenden de mis pechos, brusco, los estruja llenando sus dedos, tiemblo ante el toque. Se va contra ellos paseando la lengua con tanta lascivia que eriza mi piel. Mis dedos se enredan en sus cabellos quiero que los devore, que los marque como le gusta hacerlo. No me decepciona, parece una fiera prendido de ellos. Una de sus manos de posa en mi sexo, corre las bragas a un lado, abusa del botón de placer; gimo tomándome la habitación. Él regresa a mi boca, se roba mi aliento, las quejas de disfrute que causa. Le muerdo los labios, me deleito con los músculos duros del abdomen. No aguanto más, lo atraigo la cama, pierdo las manos en su cuerpo, me deshago de la toalla. Entre besos, mordidas y gemidos hacemos un torbellino de desespero carnal. Aprovecho para subírmele encima, sostengo el miembro rígido, húmedo y expectante, en el cual me hundo sin muchas contemplaciones.
Ahora él gime, deleitado con el descargue de movimientos duros y rápidos que le doy. Quiero estallar, por lo que acelero el vaivén de caderas, perdida en la mirada verde y morbosa del hombre que me encanta; al que he decidido dedicarle toda la vida sin importar la opinión de la gente. Me dejo ir, convulsiono, aprieto su rigidez gritando su nombre. Él intercambia los papeles; en un movimiento rápido se arrodilla, me coloca debajo, sube mis piernas hasta sus hombros y comienza con el bombeo fuerte, devastador al punto que la cama choca contra la pared haciendo un estruendo obsceno junto a mis gemidos. Estoy a punto de explotar otra vez. Angelo gruñe, es una bestia haciendo el amor. Llegamos juntos, su derrame se encaja en lo más profundo de mí, una descarga extensa, liberadora, así como las ganas contenidas por tanto tiempo sin disfrutarnos.
La sonrisa se ensancha en mi rostro, pero el de Angelo continúa serio, más allá de la lujuria y la pasión del momento, esa preocupación no deja de atormentarlo. Tiene la respiración agitada, las pupilas dilatadas se encajan en las mías, sus dedos acarician mis labios, luego bajan por la curva del cuello, hasta el costado izquierdo de mi pecho. Siente los latidos acelerados del corazón.
—Son solo para ti.
El silencio de su parte es tortuoso. Se aparta, luego sale de la cama y va hacia el armario. También me incorporo, necesito entender qué sucede con él, es preocupante tal actitud. Arreglo mi vestimenta, él está listo, sin embargo, no me mira. Su vista está clavada en la ventana; la brisa mueve la tela de las cortinas en el baile lento donde se han ido los pensamientos de Angelo. Ahora mi corazón tiembla, contagiado por la frivolidad de sus acciones.
—¿Me piensas dejar? Si es eso, puedes decirlo ya —espeto.
La inseguridad vuelve a azotarme, mis dedos se aferran a las sábanas, oculto el temblor en ellos. Angelo se gira, vuelve a verme con el mismo brillo nostálgico que no ha salido de sus ojos desde la muerte de mi abuelo.
—Nunca haría tal cosa.
—¿Entonces, qué carajos pasa contigo, Angelo?
—Es sobre la promesa que hice a tu abuelo —dice acercándose, percibo la palidez en su semblante—. Giorgio confesó que sabía lo nuestro, no le incomodó, pidió que te hiciera feliz; pero también impuso una condición. Una verdad, Serra; algo que debes saber sobre mí.
—¿Qué más necesito saber sobre ti?
—Es sobre tus padres y su muerte —mi espalda se pone rígida. Una corriente de temor azota mi pecho—. El día que Rosi y Bruno salieron en ese auto; y tuvieron aquel accidente en la carretera... Yo era el que debía asistir, pero estaba tan abrumado por las amenazas de aquellos mafiosos, por el derrumbe que tenían encima los Carosi, que mi padre decidió enviar a Bruno.
Las palabras salen de su boca con una facilidad engañosa, como si hubiera ensayado este discurso por mucho tiempo. Niego internamente. ¿Por qué hace esto? ¿Por qué ahora? Estábamos bien, me había decidido, lo amo, lo amo más que a nada. No puede romperme así, no con esto.
—¡No quiero escuchar más! —me pongo de pie.
—Tienes que hacerlo, Serra. Fue la última voluntad de Giorgio —nos miramos fijo por unos segundos hasta que él continúa—. El auto fue chocado cerca de la villa, no hubo sobrevivientes, se aseguraron de ello. Fue una advertencia, o se iba uno de los nuestros a servirlos por doce años o no quedaría ninguno. Ese día perdiste a tus padres, yo perdí a mi mejor amigo y mi libertad. No sabes la vergüenza que siento, hace mucho tu sufrimiento pesa en mis manos, Bruno y Rosi fueron las primeras personas a las que asesiné. Lo siento mucho, Serra, es una culpa que cargaré siempre, Debía haber...
—Debías haber sido tú... ¡Tú eras el que tenía que estar muerto! ¡No ellos! —grito.
Una ira incontrolable, hiriente, dañada, se instala en mi ser. Todo me sabe a lo mismo, a decepción, a engaño, a muerte, al dolor viejo habitante en mi cuerpo; esperando para salir, para hacer su reclamo al culpable, al asesino... Asesino... Parpadeo, las lágrimas se escurren rabiosas, en mi mente golpea esa palabra, esa realidad de lo que él es.
—Serra, perdón...
—¡¡No, no te perdono!! —vuelvo a gritar, alejándome de él—. Nunca podré perdonártelo a ti o los Carosi. Ellos eran buenas personas, ¡merecían vivir!. ¿Cómo pudiste estar conmigo guardándote esa verdad, Angelo? Te odio, te odio tanto... Yo... no puedo verte ahora mismo, ¡no quiero verte más, Angelo!
Salgo corriendo del despacho, azoto la puerta a mis espaldas. Escucho su voz llamándome como un eco lejano. No quiero oírlo, no quiero verlo, lo detesto, detesto a Angelo, a los Carosi con todo mi ser. Dejo que mis pies me guíen al único lugar que siento seguro, mi casa. Las lágrimas envueltas en llanto nublan mi visión. Imágenes de mi infancia pasean por mi mente, lo feliz que fui con ellos, el momento en que los perdí, la soledad que me acompañó, la desdicha impuesta al seguir sus pasos. La añoranza, las ansias de libertad, hasta que él llegó, hasta que él me absorbió, hasta este momento en que mi amor se derrumba, en que el dolor es más fuerte. Caigo de rodillas, el llanto retumba en mis oídos.
—Asesino —sollozo—, Ase... sino...
—Serra... —los brazos de mi abuela me envuelven. Me aferro a ella, el único pilar que puede sostenerme en estos momentos.
—Él me dijo... él...
—Lo sé, hija... lo sé.
Ella también llora, no nos queda más, estamos solas, rodeadas de tierras que cargan la muerte de los nuestros. Tierras manchadas de sangre que nos atan al legado de los asesinos de mis padres, de mi abuelo, de cada uno de los Vitale.

Nota de la autora:
Queridas lectoras, gracias por seguir aquí. Sí, ha pasado un tiempo, pensarán que tenía esta historia abandonada, y no saben cuánto lo lamento, pero mi salud no me permitía escribir. Pasé por una cirugía cuya recuperación es complicada, ya estoy bien, con muchas ganas de retomar proyectos y empezar nuevos. Gracias a todas por sus mensajes, me dieron fuerza. "Atada a tu legado" continúa, como escribió una lectora: "...la historia lo merece..." y tiene toda la razón. Pido salud y fuerzas para continuar y sobre todo el apoyo de uds.

Pd: ¿Qué les pareció el cap?

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⏰ Última actualización: Jan 18 ⏰

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Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora