Capítulo 24: Fachada de bestia.

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Angelo.

La luz del alba se cuela por la ventana, hace frío, el olor de los cigarrillos que he fumado impregna la atmósfera. Ella duerme aferrada a mi pecho como si fuera lo único que le quedase en la vida. Fuera de esta habitación hay un completo caos, pero ahora, quiero estar con ella, acariciarle los cabellos, contarle los escasos lunares que se esparcen sobre su piel como manchas de tinta negra. Necesito darle a mi cuerpo, y alma el gusto de esta última vez. Aún no sé cómo afirmarle que todo el calvario que pasó fue mi culpa; y callar. Serra no merecía pagar mis errores, aunque yo sí merezco que me lastimen de esta forma; «pero no con ella». No voy a permitir que se pudra ni se hunda conmigo en este barco que se pasea por las sombras de Italia.

Leves toques en la puerta hacen que nuestro momento termine, se remueve y aprovecho para salir de la cama. Hay asuntos sin aparente respuesta que necesito atender. Abro, Adler me hace un gesto para que lo siga. Estamos en su casa de recreo en los confines de Giudecca. El piso de madera truena bajo nuestros pies con cada paso. Es una buena cubierta, nadie se imaginaría que el alemán ostentoso mantiene un casucho como escondite.

—¿Cómo está Meyer? —pregunto.

—Estable, pero débil, aunque perdió mucha sangre no corre peligro. Tendré que encargarme del foso mientras se recupera.

—¿Qué se sabe de la identidad de los proveedores?

—Trabajaban para los Cappola. Según los informantes, en su mayoría, tenían deudas con ellos. No eran traficantes de armas, Angelo, solo ganado enviado al matadero.

—Sabían que los íbamos a masacrar. Me resulta extraño, Mariano no suele enviar fracasados a hacer sus mierdas.

—Tal vez Raffa actuó por su cuenta y él no estaba enterado.

—Como sea, ya tiene que estarlo. Su sobrino voló por aires, no se va a quedar con los brazos cruzados.

—Lo sé, tendremos que reforzar la seguridad de la villa y tu familia. Sobre todo de Serra, aunque me imagino que de ahora en adelante la tendrás más pegada a ti.

—Estar conmigo fue lo que la metió en esto, Adler; no voy a permitir que vuelva a ocurrirle.

—¿Qué quieres decir, Angelo?

Me mira extrañado, pero no respondo. Entramos a la sala donde su hermana espera. Está sentada en un sofá bebiendo licor con gesto frustrado. Aún trae el mismo vestido manchado de sangre. Al verme detiene la acción de llevar el vaso a sus labios, lo deja sobre la mesa de centro y toma una cajetilla de cigarrillos.

—¿Gustas? —ofrece, pero me niego

—Los dejaré solos —dice Adler—, aún tengo que contactar con mi hombre en la policía.

Me acerco a servirme un trago, ella da caladas en medio del silencio que nos envuelve. Tomo asiento enfrente, detallando su porte ansioso y desdeñado. En los años que la conozco, solo la he visto así una vez, cuando me ayudó a asesinar a su padrastro.

—¿Sigues pensando que fui yo? —pregunta con enojo—. Nunca haría algo para lastimarte, Angelo.

—A mí no, pero qué hay de ella.

Sonríe con desdén, vuelve a prenderse del cigarrillo y niega exhalando el humo.

—Esa chica no es lo que necesitas, y lo sabes. Te distrae, es débil y no me agrada, pero sería incapaz de venderte de esa forma. No ganaría nada, Angelo, ni ensuciando nuestra reputación, ni contigo —tira la colilla dentro del vaso—. Hace mucho me quedó claro que yo no ganaría nada contigo.

Sus palabras me remontan a mis peores años, donde, resignado a ser lo que me habían impuesto, no podía parar de visitar el foso cada noche. Aquella muerte degustaba vida, y Adalia era el complemento perfecto. Sentíamos lo mismo, una satisfacción podrida al hacer sufrir a quien nos ponían enfrente. Más de una vez probé su cuerpo entre las sombras. Era el desahogo que merecía alguien como yo, una mujer con los mismos demonios; pero la satisfacción era efímera e insípida. Es absurdo creer que al mezclar dos tonos de negro el resultado será luminoso.

Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora