Capítulo 52: Rosas.

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Serra.

La brisa entra por la ventana, la frescura me acaricia el rostro, mueve las hebras sueltas de la trenza que sujeta mi cabello. La vista es hermosa, hipnótica, desearía recorrer los campos, cuidar la vid como solía hacerlo mi abuelo en su forma física; sé que aún sigue allí, su espíritu pasea por esas tierras también suyas. ¡Quiero salir de aquí! Quitarme el mundo derrumbado de encima. La vida en estas cuatro paredes se limita a amaneceres y noches; sin gracia, brillo, sol o estrellas. El espacio se reduce a esta habitación, pequeña, cargada de recuerdos, donde escucho mi respirar, los latidos lentos, el eco de las voces de quienes intentan sacarme del bucle depresivo. La verdad, solo anhelo escuchar una voz, sentir un tacto, unos labios. Me encantaría ser su prioridad, así como él se ha convertido en la necesidad reclamada por mi mente, pero desde su última visita algo cambió. Lo presentí en la manera de mirarme, de hablar, en la ausencia y la promesa rota que ha dejado estos días. 
¿Dónde estás, Angelo?
La puerta se abre, un ramo de rosas blancas asoma de ella, el pálpito en mi pecho acelera. Me pongo de pie al instante, el ardor en la pierna molesta, pero las ganas de verlo superan cualquier dolor físico. El impulso se detiene cuando detallo al hombre que lo carga. La sonrisa débil, rizos cayendo en la frente, el azul en sus iris con un destello lastimero. Vuelvo a sentarme. Debería sentir gratitud, pero la desilusión aprieta el aire en mis pulmones. Avanza, ofrece el arreglo, demoro en tomarlo; ya que ni cuando estuvimos juntos se molestó en traerme otras flores que no fueran las que crecían en los campos. El vendaje en su antebrazo queda expuesto; como recordatorio de que él me salvó.
—Son hermosas.
—Lamento no haber venido antes. ¿Cómo estás?
—Mejorando... Gracias por todo, Carlo.
—No podía dejar que nada te pasara, Serra. Siento mucho lo que te ha tocado vivir. Giorgio era un hombre excepcional. En esa caseta estaba tu trabajo, los recuerdos de Rosi...
La daga cargada de espinas se hunde más profundo en mi alma. Agacho la cabeza, pongo el ramo sobre la mesilla a mi lado. Reprimo el llanto en vano, dos lágrimas ruedan hasta la comisura de mis labios. Él toma asiento frente a mí. Mantiene el silencio mientras me observa. Recuerdos de lo que fuimos hace un año regresan. Creí amarlo; estaba tan equivocada, esos sentimientos apenas son fantasmas. ¿Lo olvidé así de fácil? ¿Tan poco importó en mi vida? Angelo me absorbió en su oscuridad, en su mundo manchado de sangre y traiciones; al punto de extinguir cualquier sentimiento por Carlo. Es como un espectro, alguien con quien coincidí. Adoraba sus ojos color cielo, deslumbraban mis días; ahora mismo, detesto el brillo lastimero en ellos. 
—¿Cómo llegamos a esto? —pregunta, yo me encojo de hombros.
—Supongo que siempre has sentido pena por mí.
—No digas tonterías. En verdad me gustaste mucho; solo que tú...
—No era para ti, Carlo; yo también lo sabía; pero seguía aferrada a las dosis de adrenalina y libertad que ofrecías. 
—¿Y sí eres para él? Ese hombre es un monstruo, Serra; lo sabes. Casi quemó a su propia esposa.
—¡Ella fue la responsable de este accidente! —espeto—. ¿Lo sabías? Por su culpa perdí más de lo que nunca imaginé —él desvía la mirada—. Espera... ¿Tú lo sabías? ¿Cómo...? ¿Cómo te enteraste de que casi acaba con ella? 
—Todos en la villa lo murmuran —responde tranquilo—. Eres la única que lo ve como un principie azul.
—Estás equivocado, si alguien conoce de lo que es capaz Angelo, soy yo; y así lo acepto.
—Serra, por favor, él será tu ruina, será la ruina de todos. Tienes que alejarte de él.
—Si a esto has venido, puedes marcharte; no quiero oírte.
En un rápido movimiento se arrodilla. Toma mis manos con agarre fuerte. Su semblante denota súplica; tanta desesperación que no parece él.
—Podríamos tener todo lo que soñaste, irnos juntos, lejos de esta villa, de mi prometida, de los Carosi, de... Nuestra relación funcionaría.
—¡No digas estupideces! 
—¡No estaré para salvarte siempre, Serra!.
—¡Yo no necesito que me salves!. ¿De dónde sacas esas cosas? No quiero nada contigo. Agradezco tu preocupación, pero es mejor que te vayas.
Él niega, se pone de pie. A mi altura quedan sus antebrazos donde yacen las pequeñas lesiones visibles por el incendio. Intento asimilar esta conversación, buscarle el chiste, pero su postura regia indica que no lo tiene. Ya no hay lástima en sus facciones, hay enojo, miedo. 
—Tengo que regresar a los establos —alega.
—Si tanto quieres marcharte, ¿por qué volviste a trabajar, Carlo?.
—Dímelo tú, que quisiste huir de esta mierda toda tu vida y aún no lo has conseguido.
El desprecio en la voz no pasa desapercibido, al fin muestra la verdadera cara. No entiendo qué diablos vino a hacer aquí. Sale del cuarto; veo el ramo de rosas, debí pedir que se las llevara.

Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora