Capítulo 39: Ella.

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Angelo.

La lealtad es lo que hace a un hombre. En este negocio es punto clave, estás atado a quien sirvas y la mínima traición te llevará a la tumba. Es un concepto fácil: no escupas la bota que decidiste lamer; sin embargo, todo ser humano lleva un pedazo de escoria dentro dispuesta revolcarse en mierda ajena por dinero o poder. He tenido pocos traidores en mis filas, todos saben quién es el Verdugo y lo que es capaz de hacerle a quienes deshonren la familia a la que sirvo. He aprendido bien, mi nombre y reputación están ganados, mis víctimas tiemblan cuando empuño el cuchillo de tortura, hacerlos cantar como loros no es tarea difícil, es algo que queda claro a más de uno, y el hombre que tengo delante lo demuestra.

Francis Costa, uno de los peones que ha trabajado en la villa por años, encargado de velar por la seguridad los míos, había desaparecido hace más de quince días, justo después de la muerte de la yegua. Esta tarde lo encontraron en un callejón de indigentes, camuflado como uno más. Agonizando entre cajas de cartón y desperdicios. Estaba huyendo, prefería morir allí a que lo encontraran. La duda que me asalta es de quién lo hacía, si de mí o del que lo hizo traicionarme. Supongo que nunca lo sabré, ya que le han cortado la lengua.

El hedor de la infección que tiene se mezcla con el de la humedad de la pared en la que está encadenado. Los grilletes traspasan la piel las muñecas y tobillos, donde rompí cada hueso antes de pasar las esposas tensoras. Los alaridos de dolor que suelta asemejan a un eco sordo y descompuesto. No le queda mucho de vida, por lo que me aseguro de que los últimos minutos los pase en verdadera agonía.

Tal vez no pueda hablar, pero la vista no engaña. Junto a mí están los principales sospechosos, solo necesito una mirada, una pequeña muestra de reproche o temor hacia uno de ellos y juro que sin ningún preámbulo ocupará el lugar de este malnacido.

—Tensa más la cadena —ordeno a Mike.

El viejo realiza la tarea que solía hacer hace más de treinta años cuando era el verdugo del Foso. Las comisuras de sus labios se alzan cuando gira la ruleta. Fijo la atención en Francis quien sigue con la vista clavada en las vigas del techo como si en medio de su putrefacción fuese a encontrar las puertas al cielo. Se niega a vernos.

—Dos giros más y le vas a arrancar las extremidades —se queja Adalia mientras se abanica con la mano.

Su rostro muestra desinterés y repugnancia, debe molestarle más el calor del sitio que los gritos a ojos desorbitados del traidor. Adler, por su parte, muestra impaciencia, detalla al sujeto fijamente como si pudiera descifrar lo que pasa por su mente.

—Es obvio que alguien quería que lo encontráramos. Lo hubieran matado si quisieran deshacerse de él —opina Meyer.

—Sabían que no hablaría, el sujeto tiene dos hijos y una mujer. Viven al este de Verona. Supongo que allí está el primer motivo de su silencio.

Las palabras de Adler lo hacen reaccionar, y tragándose el grito, Francis fija sus ojos en él. Es desesperación y miedo lo que percibo, más lágrimas le corren por las mejillas. Hace un bago intento por mover la boca, sangre se escurre por sus labios, el hedor aumenta. No tengo que ser adivino para ver que quiere suplicar por su familia. Se dejó mutilar por tenerlos a salvo, hizo un voto de silencio por sus hijos… «Giuliana» Mi respuesta es automática, saco el arma y le pego un tiro en la cabeza.

—Ya era hora —dice Adalia antes de dirigirse a la salida.

Aún tengo el arma en alto, en mi mente sopeso si moverla hacia uno de los dos hombres que quedan a mi lado o si darle el balazo a ella en la espalda. Estoy donde mismo empecé, con tres sospechosos a quienes en algún momento consideré mis hermanos.

Atada a tu legado. (Cadenas de sangre y vino).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora