Capítulo dieciocho.

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Aiden.

Abrí la puerta del piso con dificultad mientras intentaba mantener erguido a un golpeado Daniel. El muy idiota había estado toda la noche desconcentrado, recibiendo golpes sin poder evitarlos. Gruñí cuando por fin pude abrir la puerta, y maldije cuando él casi se cae hacia un lado.

Encendí la luz del salón y cuando por fin pude dejarlo en el sofá, suspiré con fastidio. Desde que había conocido a aquella periodista loca, estaba perdiendo demasiados combates. Sin embargo, yo no podía decirle nada porque me estaba pasando algo parecido pero con su hermana. Esa maldita pelirroja se metía en mi cabeza en cuanto pisaba el ring, recordándome aquel beso que nos dimos sobre el mismo. Gruñí y miré la puerta de su habitación sabiendo que estaría durmiendo.

Estaba tentado a entrar en esa maldita habitación para simplemente poder verla de nuevo, sin embargo tenía otras cosas que hacer... Y más importantes, como evitar que su molesto hermano pequeño se desmayara.

-Aguanta un poco -susurré mirándole, mientras él gimoteaba y se cubría los ojos con el antebrazo y gruñía.

Caminé hasta la cocina y conseguí los medicamentos que le obligué a comprar. El muy idiota no quería comprarlos, pues decía que aprendería rápido y no recibiría ni un solo golpe. Iluso.

Cuando volví al salón, Dan estaba sentado e intentaba mandar un mensaje por teléfono, pero tenía un ojo tan hinchado que casi no podía ni ver. Gruñí y le quité el móvil, haciendo que se quejara.

-Le prometí que...

Puse los ojos en blanco y le obligué a callar con la mirada. Él simplemente apretó la mandíbula y asintió, apoyando su espalda contra el respaldo. Cuando por fin pude empezar a limpiar sus heridas, maldije.

-Eres un completo imbécil, Daniel -gruñí mientras tiraba otra gasa y cogía una nueva-. Mírate, tienes la cara hecha un cuadro. ¿Para qué llevo meses entrenándote? ¡Hasta el más torpe de tus contrincantes te ha metido una paliza! -suspiré y cambié mi tono tenso cuando él cerró los ojos con fuerza, arrepentido-. Entiendo lo que te pasa, tío, pero no creo que a tu novia le vaya a hacer mucha gracia que aparezcas con la cara partida, ¿eh? -él me miró de soslayo con el ojo que aún podía abrir- No puedes dejar de pelear porque todavía le debes dinero a Mikhail -no quería llamar padre a ese hombre-, pero eso no significa que tengas que recibir de hostias cada noche. No te desconcentres más, ¿me has entendido?

Él asintió levemente y tragó saliva mientras ponía una mueca de dolor. Tenía el labio partido, la nariz le sangraba y tenía la mejilla tan inflamada que no podía abrir el ojo. Suspiré y le lancé hacia el regazo una tableta con pastillas para el dolor y la inflamación.

-¿Qué vas a hacer con mi hermana? -susurró él con dolor, girando su cabeza hasta la puerta cerrada de la habitación de Sandra.

Yo me incomodé y me llevé una mano a la nuca. Sabía que Dan había notado lo que pasaba entre su hermana y yo, y realmente agradecí que no estuviese comportándose como un hermano posesivo y estúpido.

-No sé que voy a hacer, Dan -gruñí, sincerandome- ella es... Especial, pero sé que Sandra no se tomaría de la misma manera que tú la noticia -sentía una furia fría al reconocer los tantos errores que mi padre había cometido-, y no sé si sería capaz de soportar su resentimiento.

Dan suspiró con una expresión de comprensión y dolor.

-Mi hermana es visceral, Aiden, ya te lo he dicho. Te insultará, te pegará, te odiará... Pero sólo será así hasta que lo piense y lo entienda -Dan cerró los ojos-. Será un gran golpe para ella saber que tu padre fue quien... -se quedó en silencio, pero mi mente acabó la frase para torturarme: asesinó a su padre. Maldije mentalmente y asentí sin poder mirarlo a la cara-, pero lo acabará entendiendo. Ella no puede culparte por eso, Aiden. Ni siquiera tú puedes hacerlo. ¿Cuántos años tenías? ¿Nueve? Olvídalo, y cuéntaselo.

Yo me quedé mudo, sintiendo un dolor en el pecho. Observé en silencio como se metía dos pastillas y tragaba sin ayuda de agua. Hice una mueca cuando tosió y me levanté sin querer pensar en otra cosa, extendiendo mi brazo y ayudándole a levantarse.

-Vamos a acostarte, ¿eh, mocoso? -le dije entre dientes, sabiendo que él gruñiría a pesar del dolor que sentía. Y lo hizo. Sonreí. Dan tenía veintidós años y yo veinticinco, así que no podía evitar reírme de él, y eso le molestaba más que nada.

Cuando entramos en su habitación, le dejé con cuidado en la cama y le mostré su teléfono, antes de apagarlo.

-No quiero que lo enciendas hasta mañana por la tarde, ¿me has entendido? Tienes que descansar, y maldito seas si no lo haces -él asintió levemente, a punto de dormirse. Las pastillas empezaban a hacer efecto y sabía que él no era muy consciente de lo que hacía. Divertido, añadí-: No llames a la periodista, ¿eh? Un poco de incertidumbre no le vendrá mal.

Me quedé allí unos minutos, hasta que él se durmió por completo. Dejando el teléfono sobre la pequeña mesilla que tenía, salí de la habitación cerrando con cuidado. El pequeño idiota se merecía un buen descanso después de las palizas que había recibido. Desde luego, tendría que ser mucho más severo si quería que Daniel mejorara; sin embargo, ¿cómo podía obligar al chico a centrarse, cuando ni siquiera yo podía?

Pasándome las manos por la cara e intentando pasar por alto que tenía delante la habitación de aquella pelirroja, agarré mis llaves y caminé hasta la puerta de salida... hasta que oí como alguien intentaba entrar. Tensándome, miré estupefacto como la puerta se abría y una tambaleante figura entraba.

A pesar de la oscuridad que había, su figura era imposible de confundir. Al parecer, Sandra no se había dado cuenta de que estaba allí... hasta que cerró la puerta con un pie y encendió la luz con la otra.

Fruncí el ceño ante el dolor que sentí por la cantidad de luz, pero fue realmente el dolor de sus ojos los que me dolió. ¿Por qué aquella mujer, tan fuerte y testaruda, tenía los ojos rojos e hinchados por las lágrimas? Su barbilla empezó a temblar de manera peligrosa, y un nuevo torrente empezó a caer por sus mejillas. El estómago se me encogió.

-Sandra... ¿Qué... qué te pasa? -dije con un dolor sordo en el pecho, y la sorpresa clavándose hondo en mí.

Ella dejó caer la mochila de entre sus dedos, y cayó al suelo con un ruido sordo. Caminó lentamente hasta posicionarse a varios pasos de mí. Sus grandes ojos negros, que ahora estaban rojos por las lágrimas, parecían gritar con un dolor sordo, con la imagen de la traición clavándose hondo en ellos... Pero, ¿por qué?

La primera bofetada fue rápida y repentina. Mi rostro giró hacia un lado y me quedé mirando fijamente la pared, con la sorpresa inundándome y el dolor recorriendo como alfileres mi mejilla. No había sido el golpe más fuerte que había recibido, pero sin embargo había sido uno de los más dolorosos... porque me lo había dado ella. Fruncí el ceño, y la miré con confusión. Ahora sus ojos brillaban resentidos, furiosos. ¿Pero qué le había hecho a aquella chica tan bipolar?

-Sandra...-susurré. Sin embargo, la segunda bofetada no la permití. La primera me había pillado con las defensas bajas, pero no la segunda. Agarré su mano en el aire, a varios centímetros de mi rostro. Sus ojos bajaron hasta el suelo y sus hombros empezaron a temblar, síntoma de que estaba a punto de echarse a llorar. Tragué saliva cuando empecé a imaginar el por qué de su comportamiento- ¿Qué te pasa? Maldita sea, respóndeme...

Ella empezó a llorar, rompiéndose y dejando salir todo su dolor. Agachó la cabeza y tironeó de su mano para que la soltara; cuando lo hice se tapó la cara y lloró como una niña pequeña, con grandes temblores por todo su pequeño cuerpo. Cuando intenté tocarla, se apartó de mí y me miró furiosa.

-¡No me toques, cabrón mentiroso! -me gritó de forma airada. Apreté la mandíbula ante su rechazo- ¡¿Por qué no me lo dijiste?! ¡¿Por qué no me dijiste quién era tu padre?!

Y con esas palabras, con esas desgarradas palabras manchadas de dolor, mi corazón se rompió. Porque aquella chica temperamental que se había metido en mi mente, sabía quién era mi padre... Y ahora ella me miraba furiosa y herida. Yo tragué saliva y aparté la mirada de la suya, que me estaba gritando por respuestas. Lo único que logré decir fue:

-Lo siento mucho, Sandra...

CONTRA LAS CUERDAS. [Sin editar]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora